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No resulta sencillo aportar algo nuevo de un libro premiado con justicia, bello y fiero a la par, de gran éxito y que deja huella en el lector. Me refiero a El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes de la escritora moldava Tatiana Țîbuleac y publicado por Impedimenta. Novela ampliamente galardonada, primera de la autora, cuenta entre sus principales méritos, que son muchos, con un lenguaje por momentos lírico junto a un estilo de narración en primera persona llevada a cabo por un personaje conflictivo, que se expresa de forma directa y llana; así, consigue aligerar el dramatismo que encierra la historia, sin convertirla en un texto oscuro. Este recurso conecta con el lector a pesar de que la violencia, la enfermedad, la muerte y los problemas psicológicos son temas siempre presentes.

La alternancia de pasajes crudos tratados con sencillez, junto a momentos de una prosa delicada y cuidada, balancean El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes con un efecto impactante. La arquitectura textual, a golpe de flashbacks y saltos temporales, empleando la técnica del racconto, añaden dinamismo a un texto sobrecogedor. En el segundo segmento del libro descubrimos desde dónde se nos está narrando lo que vamos a leer a continuación:

Hasta el día de hoy, cuando soy casi tan viejo como ella aquel verano”.

Más adelante, averiguaremos que los sucesos ocurrieron catorce años antes y que toda la novela es un gran flashback que alberga otros flashbacks más pequeños en su interior. Porque la novela es como ir remontado un río narrativo, contada desde el presente por una voz llana y sin complicaciones, la de Aleksy, que por orden de su terapeuta centra sus recuerdos en el último verano que pasó con su madre, años atrás. Nos encontramos con un ejercicio de memoria y de escritura, por tanto, terapéutica. Al menos en un principio, pero la forma pasmosa en que la novela va tomando cuerpo la convierte en una construcción lírica con aciertos formidables.

Estamos, por ello, ante la memoria de un joven que, al inicio de sus recuerdos, odiaba vorazmente a su madre. Motivos no le faltan: la hace culpable de muchas circunstancias, la peor, quizás, la muerte de Mika, su hermana pequeña, junto al rechazo que su madre le ha regalado durante mucho tiempo. Suficientes lastres que son como lápidas sobre una existencia.

El principio del texto no deja lugar a la duda de los sentimientos de Aleksy en esos momentos:

Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años”.

Desde aquí, empiezan a desgranarse los recuerdos, nítidos en su crueldad y luminosos en su delicadeza. La novela se construye en capítulos de vuelo corto, algunos de una simple línea plena de poesía, casi un aforismo, otras veces un microrrelato; el segmento de apertura se nutre de una crueldad y de una brutalidad tremenda.

Estamos en el último día de clase, y la madre de Aleksy acude a recogerlo a la puerta de la escuela. El muchacho decide retratarse más de una hora mientras la contempla desde la ventana, sufriendo con la espera, y la autora aprovecha para describirnos el carácter del lugar en donde se encuentra el chaval, para mostrarnos de una forma indirecta las zonas más oscuras de su personalidad:

El último día de clase los profesores se habrían reído de cualquier cosa con tal de vernos marchar. Si no para siempre, si al menos para el verano; entretanto, la mitad de ellos intentaría encontrar otro trabajo. Algunos lo conseguían y se les perdía la pista. Otros, sin embargo, afortunados, se veían obligados a regresar cada otoño con los mismos alumnos diabólicos a los que detestaban y temían”.

El carácter y circunstancias de Aleksy quedan, de esa forma, configuradas:

Empecé a descender lentamente las escaleras. En el segundo piso, junto al despacho de la psiquiatra, me detuve y garrapateé con las llaves, en la pared, «PUTA». Si me hubiera visto alguien, le habría dicho que era mi agradecimiento por todos aquellos años de terapia. Pero los pasillos estaban desiertos, cómo después de un terremoto. En nuestra escuela no aguantaban ni las infecciones”.

Durante la novela asistiremos a un choque entre el carácter de la madre, que intenta recuperar el amor del hijo, y lo que el propio hijo piensa de sí mismo y de la vida que ha sostenido hasta ese momento:

Éramos unos despojos humanos —pólipos y quistes, y encima extirpados—, pero teníamos las pretensiones de unos riñones y un corazón. Siempre me ha gustado la anatomía. Me viene, seguramente, de mi madre, que tendría que haber sido profesora de Biología, pero se quedó en vendedora de rosquillas. De mi padre no tengo nada”.

Y a ese padre dedicará página y media en el tercer segmento, para después abandonarlo. En ese pequeño aparte, Aleksy nos habla con gran dureza y desapego de su progenitor:

En la contribución de mi padre no quería siquiera pensar. La idea de mi padre me hacía vomitar”.

Y es que ese padre no hubiera dudado en matar a Aleksy y a su madre si no temiera a las consecuencias. Al final obtuvo un divorcio ventajoso que le alejó de ambos. Pero de repente, en mitad de este lodazal de iniquidades, aparece, como un relámpago, la primera manifestación lírica del texto mediante una reflexión del muchacho acerca de los ojos verdes de su madre, unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo.

Y a continuación, el primero de esa serie de micro capítulos que se intercalaran de forma poética, clavados en el seno de una narración oscura que ira recuperando la luz, hasta brillar y deslumbrar gracias a ellos:

Los ojos de mi madre eran un despropósito”.

Queda servida, así, la estructura de la novela. Esa fricción entre lo más terrible del dolor y del odio y lo balsámico de las percepciones del protagonista, breves y contundentes como fogonazos de lucidez, junto a las referencias metaliterarias de Aleksy sobre la propia construcción del texto que estamos leyendo.

El primer capítulo, de forma breve pero contundente —una de las marcas de identidad de la narrativa de la autora en la novela— nos ha mostrado nítidamente los dos universos que van a colisionar. Y por si tal vez eso fuera poca cosa, aún se rubrica el principio con dos apuntes más que nos ponen alerta sobre el probable comportamiento conflictivo y peligroso del muchacho. La recomendación de uno de sus amigos:

Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano”.

Y la confesión final de Aleksy con la que se cierra el primer capítulo:

Los siete años que había perdido allí a lo tonto (…) No había cambiado nada. Mika seguía muerta y yo todavía quería pegar a la gente”.

Tatiana Țîbuleac ha demostrado todo su potencial con este arranque que tiene el efecto de una bomba nuclear en el lector. Atónitos, proseguiremos con la lectura en estado de alerta, capacidad asombrosa de la escritora para generar una situación de alarma y ansiedad en sus lectores.

Madre e hijo viajaran a la costa francesa durante esas vacaciones. En concreto, el escenario elegido será un pueblo cercano al mar, en donde habitarán una casa rural durante los tres meses que se extenderá este verano de reconciliación.

Porque la novela plantea en su profundidad el asunto del perdón, la capacidad de enterrar los rencores y los odios y tender de nuevo el abrazo. En una relación maternofilial esto es, si acaso, incluso algo más difícil. Porque a nadie se quiere, ni se puede odiar tanto, como a una madre, o eso parece decirnos Aleksy en el primer tramo del libro.

El perdón es algo regenerador, y es en cierto modo como el recuerdo, emociones que curan los daños más oscuros. Aleksy es, desde la perspectiva presente, un afamado y exitoso pintor, bloqueado en un callejón sin salida que le impide crear. La terapia marcada por su psiquiatra, escribir acerca de ese último verano con la madre, coserá las grietas del dolor para que el hombre conecte con esos momentos de su adolescencia, los supere en paz, y sea capaz de seguir adelante.

Cuando fallece un ser querido o alguien muy próximo ocurre eso: nos planteamos preguntas acerca de si hemos quedado en paz con esa persona, si le dijimos todo lo que necesitábamos decirle o algo se nos atascó en algún lugar entre los pulmones y el corazón. El problema es para quienes nos quedamos envueltos en la sucia niebla del duelo.

Es un verano de metamorfosis. De varias transformaciones. Aleksy moldeará su odio materno hasta convertirlo en amor, terminará por abrir su coraza, aquella armadura que recubrió su piel en el instante en que falleció su hermana Mika.

Su madre, por otra parte, va deteriorándose a causa de un cáncer que la devora. Es la historia de su ruina física, pero la de su engrandecimiento maternal a los ojos del hijo. Aquí radica uno de los asuntos esenciales del libro, una relación causa-efecto entre ambos personajes. A medida que la madre entra en el declive, Aleksy se va agrandando, limpiando sus zonas oscuras. Parece como si existiera una necesidad obligatoria: mientras la madre se interna en las tinieblas de la muerte, el hijo se oxigena, respira, vacía y ventila los sótanos interiores que lo atormentaban.

Tatiana Țîbuleac, autora de la deslumbrante El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes.

Este cambio en el muchacho se inicia en el momento en que es consciente de que su madre lo necesita allí, en la casa de veraneo. Podría escaparse para reunirse con dos de sus amigos con los que tenía planeado un viaje de iniciación a Ámsterdam, pero elige quedarse a desayunar con su madre (un desayuno que muestra el desastre que es la madre, palomitas con cerveza, pero los alimentos, progresivamente, se irán volviendo más saludables gracias a las compras en el mercado del pueblo, ejemplo de la progresiva madurez de Aleksy). Ese momento marca el antes y el después de a relación.

El viaje de iniciación, de formación de Aleksy, será un viaje estático una vez alcanzado el pueblo francés. Allí, durante la estancia en ese lugar, su personalidad avanzará por kilómetros de sensaciones, acortará la lejanía que lo separa de la madre y empezará a trazar el camino de la responsabilidad con un descubrimiento casi epifánico que toma cuerpo en otro micro capítulo:

Los ojos de mi madre fea eran los restos de una madre ajena muy guapa”.

Trabajo titánico el de ambos personajes, recuperar a la madre guapa, y que además ya no sea ajena para Aleksy. Tal será el tour de force del libro, la batalla narrativa, el esfuerzo llevado a cabo por la autora, con mano maestra, para mostrarnos las costuras que cerrarán la herida y la convertirán en una cicatriz emocionante.

Aleksy debe llevar a  cabo una doble reparación: restañar el socavón abierto en la relación con su madre y superar la dramática muerte de su hermana, que significó una especie de pistoletazo de salida para dar rienda suelta al desastre, al desequilibrio mental y al caos. Mika murió de frío al extraviarse un invierno, con tan solo cinco años, y aquello sumió el mundo de la familia de Aleksy en el abismo.

Cuando su madre le comunica, en el pueblo de verano, en mitad de un campo de girasoles, que padece un cáncer incurable —poco a poco Aleksy comprenderá que están allí para que ella muera—, la relación entre ambos personajes saltará por los aires, se operarán una serie de cambios en ambos que conducirán al lector por el núcleo de la novela. Se ha producido una inversión de roles, en donde el muchacho cuidará de la mujer.

Sin embargo, y esto es ejemplo de escritora de raza, al tratar estos grandes temas literarios como son la muerte, el dolor, las relaciones familiares en momentos extremos, Tatiana Țîbuleac no utiliza ni una gota de almíbar, no cae en la autocomplacencia de lo cursi o de lo manido; al contrario, prosigue con su escritura firme, únicamente coloreada por la pasión de sus recursos líricos.

Puede parecer que he contado demasiado de esta novela, pero en absoluto es así. Esta es otra de sus grandezas. Simplemente he arañado la superficie del hilo argumental y temático, y quién lea el libro tras dedicar unos instantes de su valioso tiempo a esta crítica, se dará cuenta, admirado, de la ingente cantidad de asuntos que se tratan en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. Sirva este artículo como pequeño aperitivo de una explosión de nervio literario como hacía tiempo que no encontraba.

Esta novela es una constelación, una explosión que se ramifica en numerosos tentáculos, que aborda multitud de cuestiones, con diferentes tuétanos narrativos, todo ello amarrado en su aparente sencillez. Una sencillez complicada que desarma al lector, lo rinde y lo gana para la causa de la reconciliación, no humana ni personal, sino una reconciliación con la literatura.

Reconozcámoslo: no somos los mismos antes y después de la lectura de este libro. Esa es la marca incuestionable de la verdad literaria que alberga en su interior, tan necesario alimento para estos tiempos complejos que corren y soportamos.

Tatiana Țîbuleac, también Impedimenta—por supuesto—, nos han lanzado un salvavidas de ojos verdes. ¡Agarradlo y flotad en su lectura!

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