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Por Diego E. Barros

Imagen Luis Demano

Cuando aún no tardaba tres días en reponerme de una buena noche estaba de moda el garrafón. Todo aquel que haya pasado unos años en una ciudad universitaria lo sabrá. Incluso tendría listas con los bares que servían garrafón y los que no. Dónde y qué se podía beber, y dónde y qué no se podía. Recuerdo haber entrado a altas horas de la madrugada en Ruta a tomar la última y preguntarle a un colega que tenía detrás de la barra con qué podía dar la cosa por concluida.

―Pide lo que quieras, todo es lo mismo, me dijo.

La última fue una cerveza. Cualquiera con cierto recorrido sabe que es precisamente esa, la última cerveza, la que termina por matarte. En aquel momento, claro, no había mañana y eso simplificaba mucho las cosas. Hay noches en las que todavía el viejo animal de costumbres que todos llevamos dentro acaba por imponerse y a la mañana siguiente nos consolamos culpando a la última cerveza. Cuando el Concello de Santiago aún tenía claro que la marcha era básicamente de lo que vivía la ciudad decidió que lo del garrafón había llegado demasiado lejos. No es que se pusiera a perseguirlo, lo que sería lo normal en una situación semejante. No. Lo que hizo fue la socorrida solución de encargar un estudio que arrojase luz de una vez por todas a lo que todo experto en noches sabía. El resultado fue el esperado y se comunicó en grandes titulares: «en Santiago no se sirve garrafón». Hecha la catarsis todo volvió a la normalidad. Los locales a servir lo que querían y nosotros a beber lo que podíamos.

Como era de esperar, al garrafón no lo mató un control sanitario sino el propio capitalismo. El día en que las nuevas generaciones descubrieron que no tenía sentido pagar cinco euros por una copa de alcohol mal destilado cuando por quince te daban una botella etiquetada en el súper de abajo. La calle al fin y al cabo, con el viejo león domesticado, volvía a ser de todos. Entonces apareció otro problema y, alarmados,  descubrimos que el niño bebe. Los locales damnificados reclamaron orden, los vecinos moralidad y silencio y el Concello comenzó a recontar votos. Entre todos acabaron por matar la legendaria marcha santiaguesa y ella solita se murió.

El momento estelar fue el año pasado cuando la Asociación Cultural CidadeVella organizó su festival veraniego de conciertos en la calle y el Concello decidió que estaba bien lo de poner barras pero solo para servir fantas. Un sindiós.

PP y PSOE lo han hecho tan bien para llegar hasta aquí que a diferencia de la leyenda del monarca la noche del 23F, están pero ya nadie les espera. La principal contribución de Mariano Rajoy a la historia española es la de haber acabado con la prensa. Después de años enfilando camino del barranco, ha sido Rajoy el encargado de darle el empujoncito final. Ignorándola. De ahí la rapidez con la que los medios, damnificados, han acudido a matar el bipartidismo dominante. Como un ayuntamiento con el garrafón, lo hacen a base de encuestas.

Quedan dos años para las elecciones más próximas pero ya parece claro el resultado. Sabemos quién va a ganar pero desconocemos con quién se gobernará. Da lo mismo, el titular manda y a estas alturas viendo las encuestas a uno se le queda la cara en transición. Por primera vez la noticia está en la cola. La joya de la corona es Madrid y allí, dicen, se ha obrado el milagro. El socialismo (?) aguanta y gran parte de los votantes populares parecen haberse hecho comunistas en una carrera solo comparable en rapidez a la aparición de demócratas en la España posfranquista. Los resultados de IU comienzan a parecerse peligrosamente a los del PCE de Carrillo en el 77. Lo raro es que nadie haya hablado todavía del sorpasso. Sólo esperamos que salga Ansón para poner orden en todo este desbarajuste. Y que por fin todo cambie para que siga igual.

 @diegoebarros

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