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¿Qué puede decir un crítico literario de un gran clásico? ¿Realmente hay algo nuevo que aportar de un libro sobre el que se ha escrito tanto? Aquí, en este Odradek de Achtung! creemos que sí, y por ello vamos a dedicar la columna de hoy a la magnífica y nueva edición que de El Gatopardo, la inmortal obra de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, ha llevado a cabo la editorial Anagrama. Hoy en El Odradek, descorchamos un Gran Reserva literario.

Lo primero a lo que quiero atender, antes de entrar a hablaros de esta descomunal novela, es a la nueva edición puesta en marcha por Anagrama, conforme al manuscrito de 1957,  y publicada por primera vez por la editorial Feltrinelli en 1968. Con el manuscrito de esta novela han ocurrido diferentes vicisitudes, no siempre del todo afortunadas, por ello es tan importante el texto que Anagrama ha elegido de referencia.

Todo empieza con una de esas habituales crueldades a las que la literatura nos tiene acostumbrados. El manuscrito de El Gatopardo fue rechazado por dos prestigiosas editoriales como Mondadori y Einaudi, circunstancia que, evidentemente retrasó la publicación de la obra, finalmente admitida en Feltrinelli gracias, en parte, al entusiasmo con el que la defendió el prestigioso escritor Giorgio Bassani. La carta de rechazo de Einaudi le llegó a Lampedusa pocos días antes de su muerte.

Muerte del autor, en efecto, no a la que se refiere de forma disparatada Ronald Barthes como mamarrachada que alimenta la retórica y llena la boca de algunos intelectuales, sino muerte física y real de un Lampedusa que, y esta es la primera crueldad, nunca llegó a ver su obra publicada, el título sobre la cubierta de un libro, el regalo por el cual merece la pena afrontar, admitir y digerir cualquier infamia, cualquier sacrificio realizado en pos de la literatura.

Lampedusa fue un escritor tardío, y parece que la tierra siciliana genere a este tipo de autores. Lampedusa se decidió a escribir en los dos últimos años de su vida, ya con los 59 cumplidos. Otro caso notable de autor tardío amamantado en aquellas tierras resecas, por cierto también publicado por Anagrama, es Gesualdo Bufalino; su Perorata del apestado apareció en 1981, cuando ya tenía 60 años y gracias al empeño de otro ilustre autor siciliano, Leonardo Sciascia. Quince años después, Bufalino moriría en un terrible accidente de automóvil en las tortuosas carreteras de la isla, acabando así una breve pero talentosa carrera literaria.

                    Gesualdo Bufalino.

He mencionado a Sciascia, pero no es el único ilustre siciliano, un lugar que ha dado algunos de los mejores autores italianos, o al menos, de los que más me gustan: a los nombres de Lampedusa, Bufalino y Sciascia, hay que añadir al Premio Nobel de Literatura de 1959, el poeta Salvatore Quasimodo, uno de los grandes de la corriente del hermetismo, a Vitaliano Brancati, y a otro Premio Nobel, en este caso de 1934, Luigi Pirandello, palabras mayores. Y claro, no podemos olvidarnos de Giovanni Verga, el creador del verismo, del recientemente fallecido Andrea Camilleri, padre del literario Comisario Montalbano y de Elio Vittorini, en cuya novela Conversación en Sicilia los niños tienen tanta hambre que comen agua hervida…

Quasimodo, Pirandello, Sciascia, Brancati y Camilleri:

Sobre Giovanni Verga y sus Historias sicilianas publicadas por La línea del horizonte ya hemos escrito en Achtung! Os dejo el enlace:

https://achtungmag.com/historias-sicilianas-giovanni-verga-espiritu-la-tierra/

Giovanni Verga y sus Historias sicilianas:

De forma que Lampedusa se inserta en esta tradición de memorables escritores. Lamentablemente, murió de un cáncer de pulmón diagnosticado en abril de 1957, que lo fulminó en Roma (donde acudió para tratarse) un 23 de julio; la enfermedad acabó con él en apenas tres meses.

Lampedusa tenía claras dos cosas: la gravedad de su enfermedad, que lo llevó a dictar testamento, y la importancia de su manuscrito sin publicar, del cual se ocupó detenidamente en sus últimas voluntades. En ellas, dejaba el encargo a su hijo adoptivo, Gioacchino Lanza Tomasi, de que tratase por todos los medios de publicar El Gatopardo.

Gioacchino Lanza Tomasi, hijo adoptivo de Lampedusa.

Fue Elio Vittorini el encargado de negar la publicación de la novela, en un error de bulto que recuerda a cuando André Gide recomendó no publicar a Proust, o T. S Eliot —como director de Faber & Faber— no quiso Rebelión en la granja de Orwell, y los Beatles fueron rechazados por la discográfica Decca. Finalmente, fue el escritor Giorgio Bassani, en calidad de editor de Feltrinelli, quien apostó por el libro y nos hizo un favor a todos los lectores.

Vittorini y Bassani, dos actitudes bien diferentes ante el manuscrito de El Gatopardo:

Bassani volcó el manuscrito de Lampedusa para la primera edición de 1958, pero diez años después, el trabajo del crítico literario Carlo Muscetta, demostró que Bassani había cambiado muchas cosas del texto de Lampedusa. A la vista de aquello, se preparó una nueva edición, la de 1969, conforme al manuscrito de 1957, y tomada desde entonces como la versión definitiva de la obra, que es la que nos regala ahora Anagrama, aunque en 2002 Feltrinelli publicó una  nueva edición en donde corregía las 49 faltas encontradas por los estudiosos. Esa edición enmienda esos errores, pero sigue siendo fiel al manuscrito de 1957, y ha dado lugar a la miríada de traducciones definitivas de la obra.

El estudioso Carlo Muscetta.

Puedo asegurar, tras la lectura de este volumen de Anagrama, que nos encontramos ante la publicación de referencia gatopardiana en español. Además, el propio Gioacchino Lanza Tomasi —como ya he dicho, hijo adoptivo del autor y encargado de gestionar y mantener su herencia intelectual—, ha revisado la edición y entregado un prefacio con abundante documentación epistolar sobre la gestación del remate final de la novela y su posterior publicación; los paratextos se completan con un posfacio del propio Carlo Feltrinelli, un apéndice con algunos textos de Lampedusa que se quedaron fuera de la versión definitiva de El Gatopardo y un glosario con algunos términos sicilianos.

Por último, hay que destacar la dinámica traducción de Ricardo Pochtar, de 2009, y revisada para esta ocasión de 2019, que completa una edición de verdadero lujo para una novela que no merecía menos. El Gatopardo, cosecha de 2019, está listo para ser descorchado.

¿Y qué nos encontramos en el descorche? Lo primero, el aroma a tierras sedientas e inmisericordes, de colores amarillentos y abrasados; lo segundo, la monumental figura del Príncipe de Salina. Dos protagonistas hay en esta novela: el Príncipe y Sicilia. La personalidad de un personaje literario sin parangón y los paisajes que conforman un cronotopo lampedusiano difícilmente igualable, puesto en pie con maestría.

Y al referirme al cronotopo de la novela, no puedo dejar de analizar el curioso tratamiento del tiempo, que proporciona a la novela ese discurrir como velado, como alucinado, mientras los sucesos van ocurriendo.

Burt Lancaster, imponente Príncipe de Salina en la película de Visconti.

El tiempo gatopardiano arranca en mayo de 1860. La segunda parte de la novela se ubica en agosto del mismo año; es decir, entre la primera y la segunda parte apenas han pasado dos meses. En la parte primera, el tiempo interno de ese capítulo es de 24 horas, que abarca los días 12 y 13 de mayo, terminando con una referencia al día 11 en el periódico que anuncia que ese mismo día se produjo el desembarco de las tropas garibaldinas en Marsala.

En ese primer capítulo hemos asistido con todo lujo de detalles a la rutina diaria del Príncipe de Salina, desde su rezo del rosario matutino, pasando por las comidas y las cenas, los aspectos burocráticos, e incluso una visita al Palermo nocturno para un encuentro sexual. El lector, que asiste embelesado a esta descripción metódica de la acción, puede pensar que se encuentra ante una especie de Regenta, por señalar un libro en donde el paso del tiempo resulta extraordinariamente moroso, y las acciones pueden parecer más bien escasas, pero nada de eso.

Las minuciosas 24 horas de la primera parte han servido para mostrar la tramoya, el escenario en el que se mueve el Príncipe, su atmósfera, los actores o personajes secundarios que lo van a acompañarlo durante la narración, incluido su perro.

La parte segunda salta dos meses, se centra en los últimos días de agosto, y experimenta un cambio de escenario: ya no estamos en el Palacio en las cercanías de Palermo, ahora el Príncipe y su familia se han desplazado en pos de alcanzar la localidad de Donnafugata. El paisaje, el calor, el sol abrasador, la sed, y las peculiaridades del camino, ilustran el carácter siciliano, como en la descripción que realiza Lampedusa del pozo de agua:

Ofrecía silencioso los diversos servicios de que era capaz: piscina, abrevadero, cárcel, cementerio. Calmaba la sed, propagaba el tifus, ocultaba personas secuestradas, cobijaba carroñas de animales y cristianos hasta que se reducían a pulidos y anónimos esqueletos”.

Diríase que esta definición del pozo es un poco la Sicilia del momento. Una Sicilia que aparece en su versión más espantosa durante el viaje de tres días que realizan los de la Casa de Salina, también la Sicilia más verista, más vergiana, que aparece en el libro. La acción continúa deteniéndose en los menores detalles de la rutina, donde el estudio que Lampedusa realiza de las comidas conforma una extraordinaria forma de ambientación. Inolvidables son los macarrones servidos para la cena en la que será la primera comida, por ello importantísima, tras llegar a Donnafugata:

El oro bruñido de la costra, la fragancia de azúcar y canela que de ella emanaba solo eran el preludio de la sensación de delicia que surgía del interior cuando el cuchillo hendía la superficie: primero brotaba un vapor cargado de aromas, luego se divisaban los higadillos de pollo, los huevecillos duros, los trocitos de jamón, de pollo y de trufa mezclados en una masa untuosa, muy caliente, de diminutos macarrones a los que el extracto de carne añadía un precioso color gamuza”.

Párrafos como este valen un Potosí, y la novela esta cargadita de ellos. Lampedusa es un mago de la descripción ambiental, y además resulta tremendamente irónico en muchas ocasiones. El plato perfecto descrito, al Príncipe de Salina no le parece tan perfecto, y tiene sus buenos motivos:

Fue el único de la mesa que tuvo ocasión de observar que la demi-glace estaba demasiado cargada y pensó que al día siguiente se lo diría sin falta al cocinero”.

Ahí queda ese toque de gourmet, esa atención a los mínimos aspectos que hacen de El Gatopardo una lectura deliciosa.

De forma que, la segunda parte, se ocupa de la llegada a Donnafugata y abarca un par de días. Seguimos anclados en este inmovilismo fascinante, hasta que alcanzamos la tercera parte: octubre de 1860. Un salto de casi dos meses desde el capítulo anterior para un total de cuatro meses de narración. El tiempo climatológico se ha visto, también, alterado, y ahora es la lluvia la que protagonizará y se apoderará del cronotopo que, de nuevo, será de apenas un día de acción.

      Lampedusa, el autor de El Gatopardo.

La cuarta parte se desarrolla en noviembre de 1860, un mes después de la anterior (y así sumamos ya cinco meses de historia). Sin embargo, aquí el tiempo se dilatará, no atendiendo a un solo día como era lo habitual, en relación con una explosión del espacio que tiene que ver con el Palacio de Donnafugata, un lugar repleto de habitaciones y pisos cerrados, extraños, casi inaccesibles, en donde Angélica y Tancredi disfrutan de su amor descubriendo estancias misteriosas (como una que albergaba una sala de disciplinas sádicas), convirtiendo la construcción en un lugar laberíntico casi inabarcable por efecto del amor.

Al alcanzar la quinta parte nos topamos con algo curioso: se trata de un capítulo dedicado al confesor y apoyo espiritual del Príncipe de Salina, el padre jesuita Pirrone que, en febrero de 1861, realiza una visita a su pueblo, San Cono. Un nuevo cambio de escenario, un abandono de la historia lineal para centrarnos en un personaje muy secundario, y un salto en el tiempo de otros dos meses desde el capítulo anterior, con el cambio de año del 1860 al 1861, para un total de ocho meses de historia.

Tras las vicisitudes del jesuita, en la sexta parte empezará la aceleración temporal. Estamos en noviembre de 1862, un año y nueve meses después del capítulo del padre Pirrone, y el tiempo interno de esta parte se centrará, exclusivamente, en un baile que tendrá lugar ya en Palermo. Lampedusa ha abarcado las tres realidades de la isla: la capital, el campo, y la Sicilia profunda.

La séptima parte es el gran golpe de efecto del libro. Tras la noche y madrugada del baile de 1862, aparecemos en julio de 1883: han transcurrido 20 años y ocho meses desde el capítulo anterior. Un salto inesperado que, además, viene de la mano del momento crucial de la novela: la agonía y muerte del Príncipe de Salina, en uno de los fragmentos más memorables de la novela.

      Garibaldi y su desembarco en Marsala.

Una parte de su desesperación y aburrimiento en la agonía principesca recuerda al proceso de descomposición final del Iván Ilich de Tolstoi; en este caso, el italiano agonizará en un hotel de Palermo, el Trinacria, desde donde puede ver su casa, por cierto, en un acto de crueldad de Lampedusa, que no permite que su gran personaje, el Príncipe, muera en paz en su cuarto y en su cama. El de Salina se ha sentido mal y se ha desmayado al regreso de un viaje a Nápoles para verse con su médico, que ya lo ha desahuciado. Aunque se desploma cerca de su Palacio, el temor hace que los suyos lo instalen en el hotel más cercano al desvanecimiento para que, una vez recuperado, pueda llegar a casa. Eso no ocurrirá nunca.

El capítulo de la agonía y muerte del Príncipe de Salina está repleto de frases y reflexiones remarcables, pero de entre todas, por quedarme solo con una, elijo esta, cuando el protagonista percibe:

“el rumor de los granitos de arena que se deslizaban leves, de las partículas de tiempo que escapaban de su vida y lo abandonaban para siempre (…) Era la prueba necesaria, la condición, por así decirlo, para sentirse vivo (…) Percibía el continuo, minucioso desmoronamiento de su personalidad (…) Aquellos granitos de arena no se perdían, lo abandonaban, sí, pero en alguna parte se iban acumulando para cimentar una mole mucho más duradera (…) Eran más bien partículas de vapor acuoso que escapaban de un estanque cautivo para subir al cielo y formar grandes nubes (…) A veces se asombraba de que el depósito vital aún contuviera algo después de tantos años de pérdida”.

Y tras esta parte conmovedora, alcanzamos la octava parte, que nos despierta de la conmoción del capítulo anterior ubicándonos en mayo de 1910. Han transcurrido 17 años desde el fallecimiento del Príncipe y 38 años y seis meses de narración de los acontecimientos. Toda una saga.

Este capítulo, además, representa el último golpe de genialidad de Lampedusa, que se regodea en el asunto de la verificación por parte del Vaticano de una colección de reliquias que exponen en su capilla privada de Villa Salina las hijas del Príncipe que todavía viven. Todo el capítulo es una gran burla, una ironía descarnada, una reflexión amarga sobre las mentiras de la historia, su inmovilismo y el paso del tiempo. Es la rúbrica a esta novela de tesis que ya desplegó todo su arsenal dialéctico en las primeras páginas, a poco de arrancar, con la celebérrima frase:

Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”.

La historia se trata de un proceso de sustituciones, de colocarse en el poder aquellos que no están, desplazando a quienes disfrutaban de él. Otros vendrán que echaran a estos, y después, hasta el infinito, esa rueda seguirá girando. La máxima del Príncipe de Salina es que nada cambiará pase lo que pase, y que los que se mantengan en el poder, y los que aspiren a él, terminaran por comportarse de igual manera. La historia es inmóvil. Para el de Salina, la historia es una comedia.

Anagrama ha sido fiel a la máxima de cambiarlo todo para que todo siga igual, y con esta edición de El Gatopardo ha hecho exactamente eso: nos lo ha entregado completamente nuevo para que su esencia y sabiduría se mantenga inalterada y todos seamos más gatopardianos que nunca.

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