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Por Francisco Pastor

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Es una anunciada y postergada infidelidad, en el selecto mundo del arte y la alta sociedad, la que desata una catarata de emociones en la misteriosa protagonista de este film, encarnada por Laura Dern. Apenas sabremos nada de ella, ya que su nombre y su entorno cambian constantemente, pero tanto esta como las demás mujeres que cruzan el escenario quieren contar la misma historia.

Al igual que en otras ocasiones, Lynch nos llevará hasta su mundo de fantasía de la mano de una primera trama ciertamente tangible, con la que nos acercaremos a unos personajes a los que pronto no reconoceremos en absoluto. Sin embargo, sería injusto decir que hay trampa o cartón. Las imágenes que nos sobrevienen desde el primer fotograma nos animan, fulminantemente, a desistir de intentar encajar las piezas. Al poco tiempo de comenzar el viaje, sabremos que quién se dirija a nosotros o dónde nos encontremos serán, en realidad, detalles sin la menor importancia.

Mientras que las obras anteriores de Lynch acentuaban los recursos estilísticos para dejarnos ver con claridad la diferencia entre las acciones vividas y las soñadas, no encontraremos nada de esto en Inland Empire, donde lo más cercano a la realidad siempre cuenta con algún matiz de sospecha, y donde no nos encontraremos a salvo en ninguna de las secuencias de la película. La repetición de ciertos elementos no responde a un paralelismo entre distintas capas del relato, sino que todo flota en la misma precipitación, de causa y efecto, hacia el delirio.

La cinta es, de alguna manera, el final de una trilogía, ya que tanto Lost Highway como Mulholland Dr. anticipaban elementos que encontraremos también en esta entrega. El amor que siempre deriva en derrota, el irrespeto hacia la muerte, la locura como revelación de la verdad y la redención tras el castigo son reflexiones que componen las principales obsesiones del autor desde hace tiempo, llevadas al límite en esta última obra. La peripecia de quien quiera que sea Laura Dern no intuye la maldad detrás de la belleza ni denuncia ningún engaño, sino que la cara más canalla de la raza humana se nos muestra con regodeo, crueldad y crudeza. Los escenarios siempre sórdidos e incómodos, unos desagradables planos cerradísimos y los rayajos propios de un todavía joven soporte digital pondrán a prueba al mayor de los devotos de este excéntrico director.

Los excesos, en cualquier caso, remiten tanto al fondo como a la forma. Figuras que aparecen y desaparecen, conejos gigantes que hablan, coreografías bailadas por prostitutas a media tarde, interrogatorios y confesiones tan soeces como absurdas, larguísimas pausas repletas de caos y conversaciones de lo más triviales que tienen lugar mientras alguien muere; todo ello convierte a Inland Empire en un auténtico desafío al sentido del cine y de la narración. Lo único que se espera de nosotros es que nos sintamos incómodos y aturdidos, y así, nunca conseguimos reaccionar ante las transgresiones que, una a una, van sucediéndose en la historia. Parece que, con esta película, Lynch se decidió finalmente a coger aquel cuaderno que los autores suelen tener junto a la cama, y en el que están escritas un sinfín de ocurrencias que esperan el momento adecuado. Esto es difícilmente contestable; a partir de aquí, será mejor olvidarnos de aunar los criterios.

Sería tentador, pero torpe, creer que el autor se haya arrojado a sí mismo, de una vez por todas, al limbo del arte por el arte. Aunque nunca intuyamos hasta qué punto nos encontramos en el mundo sensible o en el de las ideas, o siquiera sepamos claramente a quién le ocurren las cosas, hay un personaje y un conflicto detrás de Inland Empire, cuya desagradable estética no solo nos acabará resultando inofensiva, sino que olvidaremos cuando entran en escena los grandes picos de la trama –y con ellos, la deslumbrante e inolvidable interpretación de Laura Dern-. Curiosamente, y a pesar de que es probable que no haya un solo coqueteo con la realidad en la obra, Lynch sí decidió cumplir con las que son las pautas más elementales de la literatura desde Aristóteles. Aquello que podríamos llamar argumento está dividido en tres actos equidistantes y diferenciados, y quizá nos sorprenda saber que, en esta ocasión, y a pesar de toda la extrañeza infundada, los acontecimientos se desarrollan de manera lineal; un apunte que convierte esta última película en una creación todavía más curiosa, en contraste con los que habían sido los últimos juegos del cineasta.

Quizá, tras los coletazos finales de esta obra, una de esas muchas impresiones que se agolparán en nuestra cabeza será si el autor no se estará riendo de nosotros a gran escala. En efecto, la crítica, amante caprichosa y trepa del cine independiente, decidió no mojarse ni a favor ni en contra del trabajo con el que Lynch se lanzó al triple salto mortal. También los incondicionales del director, acostumbrados a desmontar cuidadosamente cada una de sus obras para después ensamblarlas poco a poco, se encuentran divididos, sin saber si esta es la mejor de sus películas, un tropiezo en el camino o, simplemente, un conjunto de cortes aleatorios cuyo significado siempre ha residido, única y exclusivamente, en nuestra optimista e ingenua cabeza.

Un viejo tocadiscos es una de las primeras imágenes de Inland Empire. Como sugieren algunos de sus espectadores, es probable que esta composición no cuente con ningún significado ulterior. Otros tantos preferiremos pensar que se trata de una metáfora y un recordatorio, ya que esta obra, en realidad, no tiene más truco que el camino que lleva desde un principio hasta un final, como una aguja deslizándose sobre el vinilo. Sí o no; solo es una de las miles de incertezas que nos dejará la curiosa historia de esa mujer de la que no sabemos absolutamente nada.

@frandepan

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