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Emprendí cada noche el mismo camino hacia el Teatro Central dispuesta a dejarme permear por la energía de los cuerpos en escena. Permanecen en mí, imágenes profundamente estéticas donde la composición se teje en la iluminación, la escenografía, el vestuario y el uso de elementos; pero sobre todo, en el cuerpo de la intérprete que es guiado por las melodías serpentinas de la guitarra, que aún hoy siguen clavadas en mi memoria.

 

En este viaje de ida y de regreso, Rocío Molina se resiste, se entrega, se fragmenta y se fusiona con la cómplice inseparable del flamenco: la guitarra. Como un sueño materializado en el teatro, se despliegan abanicos de universos que esparcen briznas de realidad, de apariencias y deseos; y como testigo, me entrego sin ningún esfuerzo, a la capsula del tiempo que es la danza, la música, la escena…

 

Foto: Paco Lobato

Foto: Paco Lobato

 

INICIO (UNO)

 

Con polvo de sal sobre las manos,
deambulando a tientas entre nubes,
para ser ingrávida, sin memoria.

 

Y es el comienzo: la idea; la pureza; lo cristalino; el mineral sin pulir; lo originario sin historia que es un puente hacia otro lado en el que la danza no se adorna ni se explica. El escenario aparece maquillado de blanco en el suelo y en el fondo; y los vestuarios de los artistas son vaporosos, claros, como queriendo desaparecer. La música es sinuosa compuesta de líneas aireadas en que la expresión poética se disuelve hasta el patio de butacas. Rocío Molina filtra en ella gota a gota la sensibilidad del maestro Riqueni que como el poema más puro nos conecta con la simpleza de la existencia. Desde las manos le entra una corriente de aire que oxigena sus brazos y su pecho; los pies parecen alados, rozando levemente la materia. Cada movimiento es expresión misma sin etiquetas, la danza por la danza que converge en la organicidad abrumadora del cuerpo. Como si esta pureza fuera un cuarzo blanco que se expande perforada por el brillo de los focos, el corazón de la artista atraviesa ciegamente lo luminoso cediendo al viejo interno de su cuerpo. Los pájaros se convierten en abanicos que luego serán alas para mostrar el peso de la gravedad sobre los hombros. Todos vemos que Rocío Molina es una mariposa que busca emprender su vuelo desde la intuición. Sobre una jofaina llena de agua, la bailaora se lava las manos y desliza su cabello hacia atrás para ser tintineo en cada gota al compás de la guitarra, que sigue su curso como un río de caudales profundos y calmos. Sentimos que estamos ante un acto íntimo; que asistimos a un diálogo sutil y tierno entre el guitarrista y la bailaora. Desaparecen las formas para dejar paso a movimientos fluidos e inesperados que son la representación del viaje interno y único de la intérprete. Aparece lo terrenal convocándola hacia abajo y la expresión de la danza es contrastante, fragmentaria, performática, casi espontánea. El escenario, hasta hace un momento repleto de imágenes con fondos claros que nos remiten al aire, es calcinado por la artista que transforma el espacio escénico y lo prepara para el nacimiento. El suelo blanco sobre el que se proyectan las nubes y en el que los pasos de la danza quedan grabados como arrugas sobre las telas, se retuerce en el cuerpo de  Rocío Molina. Como si apareciera del fondo de la tierra, la semilla blanca se retuerce sobre sí misma y aparece siendo crisálida, nido, un reflejo de cristales en el que se asoman manos como tallos que anuncian el comienzo, el Uno, la puerta hacia otro lado.

 

Foto: Paco Lobato

Foto: Paco Lobato

 

AL FONDO RIELA (LO OTRO DEL UNO)

 

La sombra quiere ser guitarra para bucear adentro.
La sombra quiere ser flamenco para provocar al cuerpo.
La…som…bra…
adentro.

 

La sombra quiere ser bailaora y Rocío Molina aparece entre la penumbra convocada por la guitarra de Eduardo Trassierra. Su presencia se triplica en apariencias y la danza emerge. Las luces sobre el vestuario negro son como un mar de humo repleto de vetas de colores. El cuerpo de la sombra se presenta y es sobrio, contundente, directo. Su rostro es un gran círculo negro que gira sobre sí mismo. Fluye y es interrumpido por una contención profunda y salvaje, con la fuerza del que detiene un caballo desbocado y poderoso apunto de saltar por la ladera. Vemos una sombra fluir por armonías delicadas anhelando su materialización en la danza. Los movimientos quieren ser curvos y la sombra nos recuerda los goces de la materia, la circularidad de los placeres como una caída y un instinto primero.  Cuando aparece Cortés para encontrarse con Trassierra asistimos a un juego de espejos, a la asincronía que busca armonizarse, a la lucha de los opuestos. Molina en el centro encarna lo dual, “lo otro del uno”, al que difícilmente podemos acceder sin una previa profundización en nuestro ser. En esta dualidad la provocación se mezcla con el dejarse llevar por una fuerza suprema que hace que la bailaora transite entre uno y otro como si cada una de sus articulaciones estuvieran tensadas en los extremos por cada una de las doce cuerdas de las dos guitarras; una trenzada en formas complejas y la otra bañada de frescura e intuición. De esta canalización de fuerzas y del atravesar de la luz sobre la oscuridad, el negro va diluyéndose en tonos morados, verdosos y azules que van pronunciando la imagen pictórica de la bailaora, ahora sola junto a Cortés, flotando ambos, en un fondo y cielo azul que queda enmarcado en la majestuosidad de una bata de cola del mismo color. Danza azul llena de silencios que se curvan donde cada movimiento va abriendo el paisaje para enseñarnos nuevos tonos. Ambos son cómplices de lo sublime. Este instante poético parece el reverso de la sombra, la vuelta al principio después de haber atravesado un proceso de fragmentación y apertura interna a través de la danza.

Risas. Un cuerpo tapizado de flores anaranjadas sobre un fondo negro que parece una extensión del anterior escenario sombreado. Dos guitarras acompañadas por sus dobles, alargados y oscuros, que quedan proyectados al fondo del escenario. Nuevamente aparece el movimiento sin rostro consumido por flores. En el proscenio, un cuerpo llegando a tientas, a ciegas, para reírse con descaro ante nuestras miradas. Suspendidos por la risa, el cuerpo de la bailaora compone geometrías que rompen las estructuras lógicas para crear una composición de líneas nuevas en el espacio que vibran al son de ambas guitarras, ahora hermanadas para la trascendencia absoluta de cualquier resquicio de dualidad. En el fin de las apariencias, Rocío Molina desnuda su rostro apartando la máscara para ser danza con rostro; y sin más, esta mujer de cuerpo percutido hasta el cansancio, entrega su imagen al público, a la mera existencia.

Foto: Paco Lobato

Foto: Paco Lobato

 

VUELTA A UNO

 

Mirándote, luna, la noche se va.

 

Lengua azul que quiere pronunciarse, mascar chicle, hablarnos, rozarse con los micrófonos, arrastrarse danzando por el suelo y enmarcarse a través de una sonrisa de ojos chirriantes. Las plataformas fucsias, el vestuario fucsia, las luces fucsias; todo enmarca las figuras de Rocío Molina y Yerai Cortés en un vaho bondadoso sin dobleces ni contrastes. La escenografía es moldeable y plana como los chicles que mascan ambos y conecto con la irreverencia y la rebeldía al ver que las lenguas de los artistas son instrumento elásticos que percuten chicles y picapica.  Molina se hace jirones y se recompone a través de múltiples cambios de vestuario. Se disfraza constantemente y se pasea por toda la escena con una convulsión infantil que busca provocar y divertirse, haciendo que los cimientos de lo sobrio se tambaleen.  En mi memoria puedo verla bañada en múltiples tonos desde lo rosa a lo telúrico, de lo telúrico a lo pasional y de lo pasional al regreso de una realidad infantil potenciada de tonos cálidos, turquesas y lentejuelas. La bailaora se entrega a sus impulsos que se esparcen por todo un escenario sin ciclorama, rodeado por las luminarias colgadas sobre el techo. Toda la obra se torna en el contraste y nos abstrae en un camino entre lo sobrio y lo cómico, que hace que descoloquemos al flamenco de su lugar habitual para conectar con su principio de acción, impulso y celebración. Como si nadie los viera, los dos cómplices, la bailaora y el guitarrista, se tumban sobre una de las plataformas contemplando un cielo imaginario que desprende tonos verdosos y rosáceos. Podemos ver el campo aunque no se ve y el árbol bajo el que están tumbados, y si soñamos un poco más, vemos el reflejo de la luna sobre sus rostros. En cada movimiento queda relatada la tragicomedia de la vida humana. Y paradójicamente, el flamenco se encarna en Rocío Molina, que salta como un juglar, que se pone flores en la cabeza, que sonríe porque sí y que muestra que el gozo y el placer no necesitan justificación y que se expresan más allá de nuestra voluntad porque, como dijo al principio del final: “esto no es cualquier cosa”.

Foto: María Agar Martínez

Foto: María Agar Martínez

 

El flamenco nos convierte en música. Me quedo repleta de imágenes, aseverando con mi cuerpo que la danza no es más que la conciencia de nuestra verdad sobre los órganos, los músculos, los huesos y la piel. Reflexiono sobre la tensión dramática del flamenco comparándola con la danza de las cuerdas de la guitarra e intuyo que es una caída constante hacia nuestras sombras. Dentro de nosotros, en los resquicios, guardamos el dolor más primigenio, un dolor que quiere salir de sí mismo para ser transformado en dicha y jolgorio.  En cada una de esas caídas hacia adentro se halla el lamento del flamenco, que juguetonamente quiere expresarse. Este péndulo invertido de dolor y dicha nos conecta con lo inasible y lo absurdo. Y al fin, con lo de siempre, con el misterio del ser humano.

 

Nuestro agradecimiento a: Danza Molina SL, Paco Lobato y María Agar Martínez.

 

 

 

 

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