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Por Diego E. Barros

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Imagen del partido jugado e 1942 en Kiev entre el Start FC -un combinado de jugadores ucranianos- y los soldados alemanes

«Nosotros somos el pueblo, pertenecemos a las clases perjudicadas, nosotros somos las víctimas y nosotros representamos lo único legítimo en este país: el fútbol. Nosotros no jugamos para las tribunas oficiales llenas de militares sino que jugamos para la gente. Nosotros no defendemos la dictadura sino la Libertad».

La leyenda y también Valdano atribuye a César Luis Menotti esta perorata. Menotti fue un tipo que iba para diletante y por esas jugadas que tiene el destino acabó de futbolista, primero, y de entrenador, después. En ambos casos, con mucho más ruido que nueces. Menotti ha cargado con la vitola de ser uno de los representantes de la izquierda (política y futbolística) que se pasea por el césped, sino el que más. El discurso lo pronunció el 25 de junio de 1978 en Buenos Aires. La casualidad quiso que aquel día se jugase la final del Campeonato de Mundo de la que Argentina salió con la copa tras vencer a Holanda por 3 a 1, con goles de Mario Kempes y Daniel Bertoni. La casualidad quiso también que aquel Mundial se jugara en el país de los militares de Jorge Videla. La casualidad pudo ser también la culpable de que Menotti, siendo tan de izquierdas, no se negase a entrenar a un equipo que representaba lo peor de su país. Son detalles menores que sin embargo afectaron a otros jugadores que sí se negaron a participar de aquella pantomima como Johan Cruyff, estrella holandesa, o Wim Rijsbergen, el único jugador oranje que visitó a las Madres de la Plaza de Mayo durante la competición. Cuando le contaron sobre los secuestros, asesinatos y robos de bebes atribuidos a la Junta Militar se negó a jugar. Derrotado, su equipo decidió no ir a la cena de gala con Videla en el hotel Plaza. «Para no sentarnos al lado de asesinos», explicaron. Tarde.

Otros, héroes del balón y diferentes personalidades más conocidas que Rijsbergen, no tuvieron tantos escrúpulos. El Papa bendijo la fiesta. El general Videla, gran aficionado al baloncesto, comenzó condecorando a João Havelange al son de las marchas militares. Mientras, a unos pasos del Monumental de Buenos Aires, la maquinaria de la Escuela de Mecánica de la Armada trabajaba a pleno rendimiento torturando disidentes. A pocos kilómetros, soldados argentinos arrojaban a prisioneros vivos al fondo del mar desde aviones para después recibir la absolución de sacerdotes castrenses. Quizás aquella era la «verdadera imagen de Argentina» a la que se refirió el presidente de la FIFA ante las cámaras de televisión con la medalla al pecho. El capitán de Alemania, Berti Vogts declaró: «Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso político». Ya se sabe que no acostumbran a ir a ver partidos de fútbol.

Aquel Mundial fue la sublimación de la relación incestuosa entre fútbol y política. Dicen que el fútbol es el deporte más igualitario, más popular, más democrático. Que no entiende de clases. Lo dice quien no sabe del precio de las entradas. Sólo se necesita un balón para jugarlo, aunque ahora los fabriquen niños en el sudeste asiático. Lo que un día fue un juego es hoy un gran negocio y en los negocios es precisamente donde florecen las clases y las diferencias.

Los soviéticos convirtieron el deporte en general y el fútbol en particular en una extensión del Ejército Rojo en la lucha contra el capitalismo. Sus equipos pisaban la hierba como los tanques T34 de Stalin los campos de batalla cosechando, salvo contadas ocasiones, peor suerte. El régimen de Franco utilizó el fútbol como medio para adormecer a las masas con la voz de Matías Prats y el Real Madrid ganando Copas de Europa que alguien bautizó como yeyés. Desde aquella nos quedó bien aprendida la lección. Hay equipos de izquierdas y de derechas, aunque la realidad nos diga que estos puntos cardinales permaneces cada vez más difusos fuera y dentro de los límites del campo. El Barcelona es más que un club pero todavía no sabemos qué; y el Real Madrid es el equipo del Gobierno. Es innegable que lo ha sido de todos. De ahí que haya crecido el mito: el Barça «es de izquierdas» y el Espanyol (sucursal blanca en la Ciudad Condal) «de derechas». Y así generalizaciones ad infinitum. De ahí que se diga que el Atlético de Madrid es el club de las clases populares madrileñas, pese a que en su ADN figure la grasa de los hangares del Ejército del Aire y los colores que trajeron unos ingenieros de Bilbao.

Mi padre me dijo una vez que como buen hijo de obrero no podía ser de ser de derechas, máxima que intento seguir al pie de la letra. Mi padre es del Madrid y yo, pese a haber heredado corazón blanco, acabé haciéndome del Sevilla y, por cercanía, del Celta. El Sevilla es el club de la burguesía de Nervión frente al Betis de las clases bajas hispalenses. El fútbol es irracional y el destino quiso que la primera vez que pisé un estadio fuera el Sánchez Pizjuán. Los Biris sevillistas se dicen de izquierdas y Del Nido es un reconocido Fuerza Nueva. En el Villamarín todos recuerdan los valores democráticos de Lopera.

A diferencia de otros países, en España, los clubes no suelen estar muy identificados por sus conexiones políticas. Está la excepción del Rayo; pero es eso, la excepción. En Inglaterra, el Liverpool es el club de los obreros, mientras que el Chelsea es el de los nuevos ricos. Si en la Pérfida Albión hubo una vez un club político, éste fue el Nottingham Forest de Brian Clough. Fundado en 1865 vistió de rojo revolucionario por el italiano Garibaldi. Además de reinar efímeramente en la Inglaterra del thatcherismo, Clough era un laborista reconocido antes de que esa palabra perdiese su significado con la llegada de Tony Blair. No era difícil ver a Clough en los piquetes mineros y donando parte de su sueldo a la caja común. Y en la época de la Thatcher, las huelgas estuvieron a punto de convertirse en vicio.

La derecha gana por goleada en los campos y las gradas de Italia. Legendaria es la rivalidad violenta entre la fascista afición de la Lazio y la supuestamente más tolerante de la Roma. El Livorno es el club por excelencia de los estibadores comunistas, mientras que el Torino representa a la izquierda frente a la derecha empresarial de la Juve. En lo que coinciden todos es en la unidad de cánticos contra los jugadores negros.

Eso sabemos de los clubes. Otra cosa son los jugadores. El fútbol suele ser, como el de los toros, un mundo cerrado tras las puertas de los vestuarios. Salvo excepciones nuestros héroes pocas veces se significan. Dicen que Menotti es de izquierdas aunque en sus antípodas, más futbolísticas que políticas, se encuentre un tipo tan siniestro como Bilardo. Valdano pasa también por ser de izquierdas y eso pese a sus gustos por los trajes a medida, los relojes caros y su verbo cansino, credenciales que últimamente algunos han tomado como sospechosas.

A Matthias Sindelar lo apodaron en su Austria natal el Mozart del balón. Como judío, se negó a aceptar la dominación nazi de su país y en 1938 en un partido amistoso contra Alemania humilló al equipo germano. Los nazis no se lo perdonaron y un año después, su cadáver y el de su novia fueron encontrados en la casa vienesa que compartían. Se habló de suicidio, pero la sombra de la Gestapo siempre ha estado presente. La historia del conocido como Partido de la muerte es de sobra conocida. Sócrates fue aquel astro brasileiro que paseó por el mundo la llamada Democracia Corinthiana que regía un club en el que todos tenían voto a la hora de tomar decisiones. Media punta espectacular, el Doctor, salía al campo con una cinta en la cabeza que no solo usaba para contener su cabello ensortijado, sino para trasladar mensajes como «Reagan asesino». Cuando marcaba se dirigía a la grada y levantaba el puño izquierdo, gesto que era respondido por los seguidores del Corinthians con pancartas repletas de mensajes políticos. Era la suya una época en la que los reglamentos nada decían de estas cuestiones. Frederic Kanouté ha sido el mejor futbolista que se ha paseado por Nervión puesto que Maradona sólo vino a dar testimonio de que, como Cruyff, sabía dar toques infinitos a una cajetilla de tabaco. Implicado en causas sociales, Kanouté no dudó en alzar la voz contra la tragedia del pueblo palestino. Tras marcarle un gol al Dépor en una eliminatoria de Copa enseñó una camiseta con el lema «Palestina». El castigo fue una amarilla y 3.000 euros de multa. Nadie se inmutó.

Quizá uno de los casos más conocidos de futbolista comprometido con un ideal político haya sido el de Lucarelli. Nacido en el Livorno comunista e hijo de estibador y sindicalista tenía el destino marcado. La suya no ha sido una carrera brillante y en Valencia de 1998-99 casi nadie lo recuerda. Como tampoco su paso por la selección azurra, que casi terminó en 1997, cuando, con la Sub-21, marcó un gol a Moldavia y se quitó la camiseta mostrando, en riguroso directo, otra con la efigie del Che. Lippi sólo lo llamó a la absoluta cuando cumplió los 29. Jamás jugó un gran torneo internacional si exceptuamos los JJ.OO de Atlanta 1996. Pasó por varios equipos durante los últimos veinte años pero su momento de gloria lo vivió en 2003 cuando consiguió el ascenso con el de su ciudad natal, por el que había fichado por vez primera esa misma temporada. Con el rojo del Livorno fue pichichi de la Serie A en 2005. Para cumplir su sueño renunció a varias ofertas millonarias y su representante llegó a escribir un libro que tituló irónicamente Quedaos con los mil millones. Vale que Lucarelli despreciara cantidades de seis cifras, pero buenos son los representantes.

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Lucarelli vistiendo la camiseta del Livorno

Paolo Soller fue otro de esos obreros del fútbol italiano. En su caso literalmente ya que tras fichar en la Fiat acudía a entrenar y saludaba a la afición del Perugia del año 74 con el puño en alto. «Había pocos jugadores que quisieran hablar de política. De los grandes de la época tan solo Gianni Rivera mostró cierto interés por lo que estaba sucediendo, su actividad tras dejar el fútbol demuestra que tenía buena cabeza. Del resto, ninguna noticia», decía Soller. Rivera, uno de los mejores jugadores italianos de la historia llegó a ser vicesecretario de Defensa en el Gobierno del socialdemócrata Romano Prodi. A Soller lo apodaban Ho Chi Ming sus compañeros puesto que mientras estos vivían los lujos de la profesión el seguía residiendo en una casa modesta a las afueras de la ciudad forrada de propaganda política. Cuando se retiró escribió un libro llamado Calci, sputi y colpi di testa en el que repasaba sus años de militancia en el sindicato Avanguardia Operaia y describía el mundo del fútbol desde la conciencia de clase.

Todos estos ejemplos, por cercanía ideológica, nos gustan y nos pueden resultar simpáticos. No así los casos contrarios. Aquí Italia es también vanguardia. Di Canio era un habilidoso extremo de la Lazio que acostumbraba a saludar a su fascista afición con el saludo romano, cuando no mostrando un torso desnudo decorado con toda clase de simbología fascista. Básicamente lo conocemos por eso. Más conocido es Buffon, uno de los mejores guardametas de la historia que, en su etapa en Parma, lució el dorsal 88, cifra de reminiscencias nazis. Más tarde los hemos visto vistiendo camisetas con lemas sospechosos como el mussoliniano, Boia chi molla (A la guillotina el que se rinda) o el Fieri di essere italiani (Orgullosos de ser italianos), cruz celta incluida. Abbiati, compañero bajo los palos de Buffon, nunca ha escondido sus simpatías por los cantos de sirena del fascismo «como la patria, el orden social y los valores de la religión católica». «No me avergüenzo de manifestar mis creencias políticas», dijo. Cannavaro ha coqueteado en no pocas ocasiones con los tiffosi más ultraderechistas, una tendencia a la que también han sido aficionados otros compañeros suyos en el Real Madrid como Raúl o Figo. Más recientemente, Koke celebró la última UEFA conquistada por el Atlético de Madrid ataviado con un pañuelo con el Totenkpf, símbolo de las SS nazis. Siempre podrán alegar estos jugadores el desconocimiento. A fin de cuentas, parafraseando a Camus, todo lo que saben de la vida lo aprendieron del fútbol y éste es un ambiente en el que los libros, salvo excepciones, no se prodigan demasiado.

En medio está Maradona que por sí sólo es un caso así que mejor definirlo como lo hizo Ángel Cappa: «Maradona es un rebelde». Un rebelde contra sí mismo. Después están los entrenadores. No sorprende que Fabio Capello sienta simpatías por la España que dejó Franco, sólo hay que ver su marcialidad a la hora de afrontar el juego como el mariscal Montgomery las batallas: siempre con superioridad en todas las líneas. Como tampoco es sospechoso de izquierdista Mourinho, obseso declarado del «orden social», como si los de izquierdas fuéramos amantes del caos y la anarquía mal entendida. Al otro lado se suele situar al beatificado Guardiola y sus  simpatías independentistas, lo que es una opción política respetable pero no por ello una ideología determinada, como la política catalana nos recuerda cada día. Pero eso, a nosotros nos parece bien.

Este ha sido quizás el tema que más ha triunfado en una España que vive de la tensión entre sus costuras. Hasta la llegada de las vacas gordas, la Selección siempre ha vivido presa del manto de histerismo de la españolidad que se extiende sobre gran parte de los futbolistas catalanes, vascos y gallegos. El caso de Oleguer Presas es tan sintomático que llegó a convertirse durante un tiempo en diana predilecta de la caverna madrileña. De Arconada se cuenta su afición por taparse la bandera española en las medias, que digo yo no le afectaría cuando encajó el gol con el que Platini nos dejó sin la Eurocopa del 84. Pero Arconada era vasco y eso siempre ha sido motivo de sospecha en España. Y todo desde que el 5 de diciembre de 1976 dos jugadores de la Real y el Athletic, Inaxio Kortabarria y José Ángel Iribar, de reconocidas simpatías abertzales, legalizaran la ikurriña por la vía de los hechos al salir al campo portando una bandera que sería legalizada unas semanas después. En esto los gallegos hemos sido siempre más discretos. Por decir algo. Sólo se conoce el caso de Nacho, el lateral del Compostela de los noventa que vino a decir que la Selección le importaba más bien poco, así que mejor ni lo molestasen. Nacho era gallego así que como suele pasar con el noroeste peninsular se le prestó poca atención.

Salva Ballesta tuvo que parar en Madrid su viaje a Vigo donde iba a ser segundo entrenador del Celta porque el presidente, Carlos Mouriño, le dijo que su incorporación no había caído bien a parte de la afición. Los medios de la caverna dijeron que a Salva Ballesta no se le quería por «español» lo cual me hace pensar que Abel Resino es natural de algún punto de la campiña inglesa.

A Salva Ballesta no lo quiere parte de la afición celtista por sus simpatías ultraderechistas, lo cual puede ser o no discutible o al menos a mí me lo parece. Personalmente me da bastante igual qué piense Salva Ballesta. Sus palabras ―están en Internet, no voy a reproducirlas aquí― hablan por sí solas. No de su talante democrático, sino de su capacidad intelectual. No hay ningún problema en ser más español que la tortilla pero hay que ser muy gilipollas para poner a golpistas como ejemplo de nada. No conozco a Salva Ballesta y tampoco es que tenga mayor interés. Seguro que para sus amigos es una bellísima persona. Uno de mis mejores amigos dice a veces que es «un poco facha» como si se pudiese ser un poco rico o un poco corrupto. Y aun así me tiene como amigo. De este tema sólo me sorprende un dato. No sabía de la existencia de tanto militante de AGE en una directiva, la celeste, que ha venido a demostrar lo que ya sabemos de todas ellas: de pagar fichajes sabrán mucho pero de fútbol, nada.

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Salva Ballesta durante su etapa en el Málaga

Creo que fue a Pérez Reverte a quien escuché que los curas, mejor con sotana porque al enemigo hay que tenerlo bien identificado. Una afirmación con la que siempre he estado de acuerdo, más que nada para saber a qué atenernos y que luego no tenga nadie que andar preguntando quién votó a quién. Yo no voy a defender a Salva Ballesta que para eso ya hay legión en ese Madrid que no dijo nada cuando el Hércules descartó el fichaje del portero suplente de la Real porque sus padres eran convictos militantes de ETA. Precisamente ahora que las mujeres no son responsables de lo que hacen sus maridos, lo son los hijos de los padres. Como aficionado y simpatizante del Celta, por mucho desprecio que sienta por sus ideas, me da igual lo que piense Ballesta. Me atrevo a aventurar que Abel no tiene el carné del PC y que tampoco es favorable a las selecciones autonómicas. A mí me interesa que el Celta se salve y, hasta donde se sabe, Ballesta no era peor que cualquier otro. Yo recuerdo en el Celta a un tal Hristo Stoichkov que, como sabemos, siempre fue un ejemplo de comportamiento a seguir tanto dentro como fuera del campo.

El problema es que la carrera por las credenciales en la que estamos entrando en las últimas semanas tiene por momentos tintes mcarthistas. Más propios de la política, siempre conllevan molestias. En el cine estamos viendo que rozan el ridículo; y en el fútbol se sitúan ya fuera de la estratosfera de la mínima lógica. Sólo falta que ahora haya que pedir carné en los campos cuando como le dijo Menotti a su compañero Rattín en Rosario Central, «lo único que falta es que para jugar al fútbol tenga que correr».

@diegoebarros

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