Seleccionar página

Es casi una heroicidad que en estos días de pandemia y crisis absoluta un escritor, y su editorial, se decidan a publicar un libro, especialmente si se trata de una novela compleja que aborda temas abstractos como el paso del tiempo, los recuerdos y la cuestión de la identidad a través de la memoria, y todo ello, de una forma cercana a lo experimental. Es el caso de Bruno Galindo y su nueva novela, Remake, publicada por Aristas Martínez ediciones. Estamos ante un ejercicio anti proustiano que plantea la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido, o que, al hacerlo, solo se consiga mediante sucedáneos. Remake se centra en un problema profundo, la gran enfermedad humana: el pasado y los recuerdos; es una reflexión sobre nuestra insoportable capacidad de vivir asentados en una eterna copia.

La cultura del sucedáneo es un elemento crucial y desencadenante de la crisis ontológica en la que se instaló, desesperado, el ser humano a mediados del siglo XX, y a la que se acostumbró, irritado, a finales de los 80 y principios de los 90; crisis que hemos hecho nuestra, con ella convivimos, en este siglo XXI. Semejante quiebra en las respuestas a las cuestiones fundamentales que asedian a la humanidad ha tenido como consecuencia nuevas interpretaciones de algunas realidades que se han convertido en señales definitorias del individuo de nuestra época, de la época de la posverdad.

Esas interpretaciones o reinterpretaciones de aspectos difícilmente explicables, y todos ellos relacionados con la decadencia de nuestra naturaleza, han llevado a generar los marcadores definitorios que nos convierten en especímenes del siglo XXI: la obsolescencia del ser, la imposibilidad de creer en un futuro, la mirada obsesiva hacia el pasado con su reconstrucción (o remake) conveniente o a nuestra conveniencia y, lo que Bruno Galindo llama en su novela, retropía. Y todos ellos nos llevan, finalmente, a

el bucle melancólico,

y utilizaré este título, que a muchos les recordará a Jon Juaristi, pero nada hay de ello aquí, en este estudio crítico, ni en la novela de Bruno Galindo. He aprendido que las cosas no ocurren sin más, la casualidad no existe, y cuando me dispongo a escribir este texto, Facebook me recuerda una publicación de hace diez años en la que, simplemente, con una frase, afirmaba: “Estoy enfermo de pasado”.

Desde aquí, creo, que se puede analizar la sobresaliente lectura de Remake. La apuesta argumental es un salto al vacío, o eso puede parecernos al principio, porque al terminar de leer la novela nos hemos dado cuenta, primero con sorpresa y luego con malestar, de que también nosotros, como todos, habitamos el bucle, el bucle melancólico.

Bruno Galindo, autor de Remake (Foto: Fernando Sánchez).

Efectivamente, nuestra sociedad vive un ansia desmesurada por el recuerdo, por lo pasado, por lo recordado. Y eso, forzosamente, tiene que significar algo. Así lo entiende Bruno Galindo, que se lanza a montar una sobresaliente ficción (o tal vez retroficción) para averiguar los motivos de que hayamos puesto en marcha y con desmesura los resortes de la memoria.

El primer motivo es la ausencia de futuro, pero no desde una interpretación punk del asunto, sino entendiendo que la situación de inestabilidad ha quebrantado el estado de bienestar (que no de seguridad) que nos permitía hacer planes de cara a un futuro prometedor. Si Stefan Zweig nos habla del final de la época de la seguridad en su monumental El mundo de ayer (El acantilado), Galindo nos transmite el final de otra era: la de la confianza en el futuro. Y si en Zweig es una guerra mundial la que pone patas arriba y periclita el mundo de la seguridad, en Remake se liquida definitivamente el futurismo.

Este futurismo ya estaba herido de muerte con el cambio de siglo, después con el atentado a las Torres Gemelas —decían que aquello cambiaría la configuración del mundo y, desde luego, lo hizo—, acogotado con la enorme crisis financiera global de 2008 y, finalmente, ha sido descabellado en el matadero sanitario con la pandemia del Covid 19. Por eso no es de extrañar que esta novela aparezca ahora, en este mismo instante, porque nos encontramos en el final de la era de confianza en el futuro.

El futuro se ha ido debilitando a gran velocidad. Lo primero fue el asunto laboral. Ya no se puede aspirar a tener un contrato fijo (es decir, a futuro), y eso viene aparejado con la cada vez más imposible jubilación (trabajar ahora, pero pensando en el futuro) y con la inestabilidad absoluta de todo el sistema económico y social. No, no se puede pensar a futuro. El Covid 19 es un ejemplo de ello: nadie puede hacer planes, no se sabe lo que ocurrirá mañana. Si el mundo de la seguridad murió por una guerra y el auge de los totalitarismos, todos los desencadenantes que han terminado con el futurismo han sido de carácter global.

En efecto, la globalidad nos ha sobrepasado, la tecnología ha ido más allá de nuestra propia existencia, el mundo ha perdido la estabilidad que nos ofrecía, el futuro ya no es garantía de nada y nuestra visión ha caducado: la imposibilidad de creer en el futuro hace que entremos en la fase de la obsolescencia del ser. Desde aquí, solo nos queda mirar atrás e integrarnos en

el bucle melancólico,

lugar, activo, sitio, razón, estigma de la sociedad que aparece en Remake. Los personajes de la novela mantienen una estrecha relación con el pasado y un desapego aterrado con el concepto de futuro. El protagonista es un director de cine que se gana la vida algo alejado del gran concepto estético del Séptimo Arte mientras elabora documentales y películas para una empresa de nombre sórdido —por las reminiscencias de distopía sinuosa e intrincada que despierta—: Evocalia.

Recreación del desembarco de Normandía… ¡en las playas de Benidorm!

Evocalia realiza biografías personalizadas, y tras ese eufemismo se ocultan películas, libros o álbumes de fotos sobre seres queridos, siempre evocando su pasado, que celebrarán en un cumpleaños, con algún tipo de aniversario o como un homenaje en el caso de que hubieran fallecido. Cuando llega la muerte la certeza en el futuro ha desaparecido, solo queda mirar el archivo, lo que hemos dejado atrás, eso que Facebook, cada día, se encarga de recordarte, como a mí hoy: “Estoy enfermo de pasado”.

Recreacionistas de la batalla de Waterloo.

Porque lo cierto es que jamás podré estar enfermo de futuro, porque el futuro no enferma a nadie, porque el futuro no existe, porque el futuro no está y nunca estará escrito; al menos no ahora, en esta era posterior al futurismo, en la época de la retropía. Los nuevos viejos tiempos o los viejos nuevos tiempos.

Los viejosnuevostiempos, como lo diría Günter Grass, son con los que trabaja el director de cine de Remake. El movimiento del recuerdo es algo más que una moda. Hay sociedades que aglutinan gente que recrea batallas famosas (la Guerra de Independencia o la de Secesión norteamericana, Waterloo, o el desembarco de Normandía, y en la novela se trata de la escena de la escalera de Odesa en la película El acorazado Potemkim de Sergei M. Eisenstein y estrenada en 1925). ¿Por qué?

Sergei M. Eisenstein y un fotograma de la escena de la escalera y el inconfundible carrito de niño:

Alguien lo aseguró en la reciente presentación de la novela de Bruno Galindo, una persona del público dio en el clavo con la afirmación de que el futuro no está escrito, lo único que permanece escrito es el pasado. Exacto, y nada hay más moldeable, manipulable, reescribible a nuestra conveniencia, que lo ya escrito. Es ahí en donde podemos incluir modificaciones, incidir sobre los hechos con una sensación recuperada de seguridad; en ese pasado nos reconciliamos con la era de la tranquilidad, lo controlamos, lo servimos ante nuestra memoria a nuestro gusto. Eso nos lleva a volver una mirada obsesiva hacia el pasado y a crear (y creer) en

el bucle melancólico,

el que será nuestro propio bucle seguro, alterado de forma satisfactoria, censurando los momentos malos, inventando algunos mejores de lo que fueron, recreando aquello que es lo único que ya nadie nos puede arrebatar. Algo de esto ya lo pusieron en práctica grandes tiranos de nuestra era como Stalin, Gottwald, Kim Jong-un o Mao, que borraron personajes indeseables para ellos de las fotos y cambiaron o anularon biografías al más puro estilo del Winston Smith en su trabajo en el Ministerio de la Verdad, en la novela 1984 (Destino) de George Orwell. El estado totalitario generó así su propio discurso del sucedáneo, erigió realidades mentirosas asentadas en la manipulación del pasado. La relación de Remake con la distopía y la retropía queda, así, más que patente.

Klement Gottwald mandó borrar a Clementis (al fondo) de esta famosa foto.

Bo Gu, a la izquierda, aparece en la foto con Mao Zedong y otros camaradas; en la foto posterior ya no está.

Stalin (en el centro) con Nikolai Yezhov a su izquierda. Luego de la ejecución de Yezhov, fue eliminado de la fotografía.

Trotsky aparece en la imagen de la izquierda, en uno de los discursos de Lenin; la misma imagen, alterada luego de que se enemistaran muestra que Trotsky ha sido borrado.

Tras la ejecución de Jang Song-thaek, tío y consejero cercano de Kim Jong-un, los medios de Corea del Norte lo borraron por completo de la historia, eliminándolo de archivos y fotos en internet.

Esta recreación del pasado como una utopía en la que todo lo que recordamos es perfecto o maravilloso se convierte en retropía, en colisión con la idea de un futuro mejor o utópico. El futuro de progreso dañado nos ofrece su mutación maligna en dirección a la distopía. El pasado alterado a conveniencia y placer nos acerca la retropía, la época en donde todos anhelamos vivir. Porque si bien es cierto que, tal vez, como se afirma en la novela, “lo peor ha pasado”, indudable es la máxima que sostiene el universo de Remake: “Lo mejor también”.

Por tanto, es necesario regresar al pasado, instalarnos en la retropía que es una especie de líquido amniótico, útero materno, covachuela temporal que nos devuelve a la felicidad mediante el remake de los sucesos, lo que nos instala en

el bucle melancólico,

que es el pasado alterado según nuestra conveniencia. Por tanto, al rememorar, creamos un sucedáneo de lo que fue, nos alejamos de lo que realmente sucedió, y entramos en la cultura del sucedáneo, lugar en el que parece que nos hemos asentado con cierta resignación.

Cartel de la película El acorazado Potemkim.

Galindo nos acerca una visión de la conciencia humana actual, vuelta hacia el pasado, obsesionada con ese pasado que siempre fue mejor. La recreación de los eventos se muestra obsesiva en la novela, incluso un personaje rehace en una fiesta algunos instantes determinados de su vida, según una cuidada escaleta que los repite tal y como su propietario desea que sean recordados.

Está claro que no recordamos lo que ocurrió sino lo que querríamos que hubiera ocurrido. Tomaré un ejemplo práctico de remake aplicado a mi vida: esos momentos en los que perdí alguno de mis seres queridos y que han necrosado partes de mi corazón. ¿Cuántas veces he recordado la agonía y muerte de mi madre en el hospital de cuidados paliativos de Guadarrama? Cientos de veces…, pero seguro que no fue tal y como la imagino. He dulcificado la evocación para poder asimilarla, incluso refugiarme en ella para así minimizar el dolor. Pues bien, esto es Remake.

Recreación de la batalla de Chancellorsville, dentro de la Guerra de Secesión Norteamericana.

Al recordar construimos un pasado mentiroso, adornado, moldeado a nuestra conveniencia, lo que inevitablemente nos lleva a la teoría de los géneros literarios y a esa conclusión que tantas veces he puesto por escrito y de la que ya os he hablado: la autobiografía, los diarios, incluso lo epistolar, son géneros ficcionales. Si bien tienen su anclaje en la realidad, el mero hecho de recordar de una forma u otra nos obliga a realizar una selección mediante la cual ya estamos literaturizando; al literaturizar accedemos a la ficción. Recordar es ficcionalizar, lo que de nuevo nos lleva a habitar

el bucle melancólico,

sin posibilidad de contemplar el pasado con objetividad. Somos una variante mutante de ese Angelus Novus pintado por Paul Klee en 1920 y que el filósofo Walter Benjamin identificó en su alegoría como el Ángel de la Historia, ese que camina hacia el futuro, pero con los ojos vueltos en dirección al pasado, del que nos habla en su ensayo Tesis sobre la filosofía de la historia, concretamente en su Tesis IX:

Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad”.

Esta tesis me parece fundamental a la hora de hacer una lectura de la novela de Bruno Galindo. En principio, somos como ese ángel, pero en una variante enfermiza. El ángel contempla un pasado catastrófico que, como a nosotros, y como sucede en Remake, le gustaría recomponer; ambos (nosotros y el ángel) avanzamos en dirección al progreso que es una tempestad que nos aterroriza, sin embargo, esa cadena de datos que para Benjamin es una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina, gracias a nuestra crisis ontológica y obsolescente se nos aparece como un lugar cálido y necesariamente habitable.

Angelus Novus de Paul Klee.

He aquí la variante mutante, somos Ángeles de la Historia que, en lugar de ver las ruinas del pasado, contemplamos un espejismo apacible que deseamos y necesitamos recuperar a toda costa. Eso nos lleva vivir en el sucedáneo que hemos fabricado, en la copia eterna, una situación insostenible producto de un procesamiento defectuoso de la cadena de datos que hemos quebrantado; al tomar distancia con la cadena de datos la reformamos como un constructo intelectual: hacemos de nuestro pasado una emanación cultural que invade, en una oleada digna de un tsunami, todo lo que nos rodea y se convierte en el lugar central de lo que nos define, de lo que nos hace humanos.

                Walter Benjamin.

Pero hay un problema: es mentira, es falso. Esto explica muchas de las aberraciones culturales a las que asistimos hoy en día, al desprecio de una tradición literaria que ha generado permisividades críticas (la crítica, al desaparecer la tradición, no tiene en dónde sustentarse) tales como la instapoesía o la infraliteratura, ampliamente avaladas por el público.

Y si eso ocurre con la literatura en general y la poseía en particular, la crisis ontológica sustentada en un pasado de sucedáneos extiende sus tentáculos sobre aspectos mucho más preocupantes que la literatura: la felicidad, el concepto del Ser, la individualidad, la memoria histórica, la política, el comportamiento…, en definitiva, los miedos y las ansiedades que mueven, o detienen, el mundo que habitamos.

 Por todo ello, Remake es un texto inteligente al plantearnos esa imposibilidad de recuperar el tiempo pasado y que, al intentarlo, solo podamos conseguirlo mediante sucedáneos. Remake es una novela producto de la época en que vivimos, momentos en los que la gran ansiedad humana se radica en el pavor al futuro y en los que su respuesta refleja es el auge de los recuerdos.

Por supuesto, todo esto va mucho más allá de la mera construcción narrativa, brillante, original, fresca, directa y escrita sin ambages. Bruno Galindo arriesga en esta magnífica Remake y sale triunfante con un hibrido entre novela experimental, filosófica y distópica o retrodistópica, que nos muestra la enfermedad de pasado que sufre nuestra sociedad actual como una respuesta a la inmensa crisis social, económica, cultural, y también sanitaria, en la que nos hemos instalado desde hace décadas.

La respuesta para paliar todo este dolor la encontramos en los intentos por recuperar un pasado que, cada vez más, es tan necesario como balsámico. Remake es una reflexión profunda, un trabajo de literatura impecable y, sobre todo, la muestra de un escritor que debe, necesariamente, ser tenido en cuenta.

Remake se clava en el bucle de recuerdos de nuestro pasado para hacernos comprender que, desde ahora, somos lo que hicimos y no lo que podamos hacer en un futuro inexistente. Puedo afirmar, sin ninguna duda, que la lectura de Remake ha sido de lo mejor que me ha ocurrido en este 2020, y al afirmarlo así, ya en pasado, hago de la lectura de Remake un remake, un bucle melancólico y paradójico.

Porque, en efecto, yo también habito y construyo mis propios bucles. En uno de ellos manejo un remake en el que accedo a la cafetería de la facultad de Ciencias de la Información y, simplemente, no me encuentro con sus ojos, sigo adelante y la ignoro. Así, años enteros de dolor desaparecen. Así es como me gusta recordarlo…, pero eso nunca sucedió, ni sucederá.

No ocurrió, pero mi pasado lo imagino como me apetece. Vivimos alimentándonos de nuestro propio copyright enfermizo. Al final, tal y como se afirma en las páginas de la novela, desde que alcanzamos un punto determinado de los acontecimientos, “el resto es remake”:

Es casi una heroicidad que en estos días de pandemia y crisis absoluta un escritor, y su editorial, se decidan a publicar un libro, especialmente si se trata de una novela compleja que aborda temas abstractos como el paso del tiempo, los recuerdos y la cuestión de la identidad a través de la memoria, y todo ello, de una forma cercana a lo experimental. Es el caso de Bruno Galindo y su nueva novela, Remake, publicada por Aristas Martínez ediciones, etcétera, etcétera, etc., etc., etc., … … …

Comparte este contenido