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Por Diego E. Barros

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Fue Albert Camus quien nos alertó de que sólo hay dos verdades una de las cuales jamás debe ser dicha. De verdades y cómo guardarlas, los franceses saben un huevo. Fueron quienes de convertir una humillante derrota y colaboración con los nazis en la Segunda Guerra Mundial en un heroico relato de resistencia que luego Hollywood dejó fetén en nuestras pantallas. Poco importó que fueran un puñado de republicanos españoles los que liberaran París, eso sí, al mando de un general francés bajo la promesa de mañana Madrid. Luego, por esas cosas que tiene la Historia de no ser como es sino como nos la cuentan, De Gaulle fue el encargado de hacer pasar por democracia una dictadura de bajo perfil que no cayó por la mala resaca de unos estudiantes en unos días de mayo, sino porque los argelinos concluyeron lo que los vietnamitas ya habían comenzado cuando Vietnam ni siquiera era Vietnam. Lo que me gusta de Francia es su capacidad para reinventarse sin torcer el gesto al mismo ritmo que nosotros nos cortamos las venas cada tres minutos. Anda España que no sale de su asombro por los papeles de un tal Bárcenas que ha publicado un periódico y que relatan una supuesta contabilidad B del partido en el poder que afectaría incluso al presidente del Gobierno. A mí lo que digan los papeles me da un poco igual ya que a estas alturas uno ya ha comprendido que indignarse al descubrir que el niño pasa demasiado tiempo encerrado en su habitación está un poco como demodé. A mí lo que me llama la atención es nuestra resistencia a dejar atrás las tradiciones. Hoy que vivimos rodeados de tecnología y tenemos teléfonos que incluso sirven para contactar en la distancia con amigos y seres queridos, el tesorero de un partido político sigue llevando la casa como mi tío abuelo Jesús la vieja ferrería de Sorribas: a golpe de boli y libreta porque las cosas de comer no conviene fiarlas a un disco duro. Si esto falla siempre disponemos de un rostro amable para negar la mayor y echar la culpa al de al lado, que en estos casos viene siendo el mensajero que no reconoce el daño que puede provocar decir la verdad que no puede ser dicha. A cuenta del escándalo corren ríos de tinta y se multiplican las voces pidiendo un punto y aparte que dé paso a una regeneración del sistema como si el sistema viniese de serie no sólo con un botón de reset, sino con su propia obsolescencia programada. Los hay, incluso, que se llenan la boca de revolución ante lo cual no me queda otra cosa que recurrir nuevamente a Camus cuando decía, él que vio unas cuantas, que todas las revoluciones modernas han concluido en un reforzamiento del poder del Estado. Y esto que lo dijera un pied noir tiene mérito ya que fueron los franceses precisamente los que pusieron Bastilla hecha un asco para poco después regalarse un Napoleón en forma de emperador por aquello de la grandeur. En España lo de regenerarse nunca se nos ha dado nada bien y de la última hará unos treinta años hemos llegado a aquí. Así que mejor no mentar la bicha y aprender de los vecinos, que cuando las cosas vienen mal dadas simplemente cambian el número que acompaña a la República y recitan de carrerilla los valores fundamentales: no hay solución porque nunca hubo problema. Nosotros, que siempre hemos sido más de a la mecagoen para después irnos al bar a tomar unas cañas en una suerte de descanso del guerrero le hemos cogido gusto a eso de rodear cosas ya sea un Congreso o una sede del PP. Que digo yo que como divertimento puede estar muy bien pero mejor harían los portadores de antorchas en pensarse detenidamente su voto la próxima vez que haya ocasión, en lugar de hacer la revolución a golpe de 140 caracteres y desde el sofá. Para que el cuadro de ayer fuera completo faltó que al balcón de Génova saliera Esperanza Aguirre al grito de ¡si me queréis, irse! A fin de cuentas, lo de Bárcenas no viene sino a certificar que hoy ha muerto mamá. O quizá fue ayer. No lo sé.*

Hoy ha muerto mamá. O quizá fue ayer. No lo sé». Primeras palabras de la novela de Albert Camus El Extranjero.

@diegoebarros

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