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Por A.C | Fotografía Cain Q

Al otro lado

Samuel no me escribía. Cada vez que me llegaba un whatsapp esperaba que fuera suyo, pero era Alberto, o Marta, o mi jefa incordiando en el grupo del curro que tenemos. Nunca me había sentido así, nunca había esperado tanto que alguien me diera una puta señal de que se acordaba de mí. La ansiedad me carcomía. Sabía que estaba en Madrid aunque fuera Semana Santa, Samuel trabaja en los informativos de la Ser y básicamente no libra nunca de miércoles a domingo salvo un mes en verano. Lo recordaba y también hacia poco que le había escuchado locutar en Hora 14 o en algún boletín horario del fin de semana. Hasta se me llegó a pasar por la cabeza acercarme por Gran Vía a la hora en que solía terminar su jornada cuando éramos amigos. Al final el domingo por la mañana, con la guardia baja por la resaca, me decidí a escribirle algo en plan: “Vaya casualidad el otro día, eh”. Nada comprometedor ni que le obligara forzosamente a una respuesta, pero todos sabemos qué significan los mensajes así y ni yo le engañaba ni me engañaba a mí mismo.

Me respondió por la noche. Yo estaba con otro tío en ese momento, quería desfogarme de una espera que se me hacía insoportable. Había tirado de agenda; no es que me guste repetir, prefiero mucho más el morbo de conocer a alguien en cualquier tipo de situación, pero un día hablando con Fer me convenció de no andar borrando ciertos contactos y guardarlos para casos como ese, y la verdad es que no me había arrepentido de ir hasta el apartamento en Atocha de aquel tío al que me había follado en los baños del Rick’s una vez. Era mucho mejor estar distraído, en compañía, entonándonos con unas litronas y un par de porros, que andar metido en la cama perdido en internet con mi lista más deprimente de Spotify. Sin embargo, cuando me vibró el móvil y leí el mensaje de Samuel, me excusé con cualquier gilipollez y me largué sabiendo que jamás podría volver a usar ese número.

Recordaba perfectamente el piso. Que me citara allí me hizo temer lo que solo mucho más tarde me atreví a preguntar, pero eché a andar bastante pedo por la calle Santa Isabel con la idea de que lo único que me importaba era acabar lo que habíamos empezado en los bajos de la plaza de los Cubos. Me recibió en pantalón de pijama con la polla saliéndose, rozando el glande contra su ombligo. Cerré tras de mí de un portazo y allí mismo le puse en bolas y se la empecé a comer de rodillas. Él arqueaba sus piernas, la espalda pegada a la pared, sus manos aferrando mi cabeza para que no parase ni un segundo. Me acordaba de que Samuel mojaba bastante y me tragaba su líquido mezclado con mi saliva y eso me ponía más aún. No quería que se corriera todavía, pero sí demostrarle todas las ganas que tenía estar con él. Cuando ya no pudo más me hizo levantar y seguirle hasta el sofá. Me arrancó la camiseta y todo el resto, me dio media vuelta y me la clavó sin condón ni previo aviso. La tenía tan lubricada y yo estaba tan cachondo que entró como si mi culo fuera su lugar natural. Me aplastaba con su peso, me abrazaba del cuello, me repetía mi nombre al oído igual que cuando nos enrollamos en los bajos… Se corrió dentro, nos quedamos así, adheridos el uno contra el otro, y dejamos de contar las horas. Era como siempre había sido entre nosotros, hablábamos con fluidez de cualquier cosa: de política, de libros, de discos… También le dimos vueltas a cuándo y dónde habríamos coincidido sin saberlo desde aquella primavera de 2013. Y sí, había tres o cuatro conciertos y alguna que otra sesión de la Cineteca donde podríamos habernos visto. Me volvió a follar. Antes nos besamos mucho, nos besamos como si quisiéramos recuperar todo el tiempo perdido hasta ese encuentro que, me confesó, había deseado tanto o más que yo, pero con ese tipo de deseo que se mezcla y se confunde y se acaba devorando con el miedo. Nos acariciamos por todo, recorrimos nuestros cuerpos con pausa, con atención, con todos los sentidos puestos en cada instante.

– Sigues con ella, ¿no?

Se lo pregunté en la cama, cuando habíamos mirado el reloj pasaban de las cuatro ya y Samuel me insistió en que me quedase a dormir y saliera directamente desde allí para mi trabajo. 

– ¿No me vas a responder?

Los dos desnudos, él abrazándome por detrás, su polla otra vez como una piedra resbalando entre mis glúteos.

– Que sepas que me da igual, quiero volver a verte.

Cuando sonó la alarma de mi móvil, me puse a besarle de nuevo. Su aliento era fuerte pero dulce, sus labios estaban hinchados, su piel me pareció más clara a la luz del día. Pegué fuerte mi rostro contra su pecho, descansé sobre él. 

No fue hasta la llamada de Eva a eso de las once para decirle que acababa de llegar a Atocha que Samuel pronunció su nombre y yo me escabullí hacia la puerta entre señas y palabras ahogadas. 

Más tarde, en el metro casi vacío, pensé qué excusa le pondría a mi jefa, qué hacer con mi vida ahora que por fin sabía lo que quería.

} continuará

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