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Hoy, en este Odradek de los viernes de Achtung!, os traigo a un autor minoritario, un austriaco casi desconocido entre el público español. Me refiero a Werner Kofler y su Trilogía alpina, conformada por Al escritorio, Hotel Luz de Crimen y El pastor en la roca, y que ha publicado completa Ediciones del Subsuelo. Kofler es un autor que arremete contra todo y contra todos, con una escritura que recuerda a Thomas Bernhard. Pero, como muy bien dice Carlos Fortea —traductor de los tres volúmenes y prologuista de Al escritorio— ante semejante tour de force narrativo resulta muy simplista quedarnos con un Kofler bernhardiano o iracundo, porque Kofler es un escritor del caos, que destroza la realidad, que confunde y desestructura cualquier planteamiento literario. Lo suyo es un ejercicio de metaliteratura que le sirve para mostrarnos lo descarnado del mundo que nos rodea. Una sinfonía de la anarquía sorprendente.

Al principio, puede parecernos que nos encontramos ante una especie de sopa de letras indescifrable, pero a medida que nos sumergimos en ella nos damos cuenta de que se van conformando frases que poseen un sentido, discursos construidos con párrafos magníficos que expresan ideas geniales para, al final, descubrir que Kofler es una especie de pintor puntillista. Necesitamos tomar una distancia, pequeña, pero distancia al fin y al cabo, para poder admirar el completo dibujo que representa la trilogía.

La Trilogía alpina de Werner Kofler al completo, publicada por Ediciones del Subsuelo.

1. Al escritorio o un panorama nada panorámico

Al escritorio, tal y como nos anuncia Carlos Fortea en su prólogo, es “el primer libro de Werner Kofler traducido al castellano”, lo que dice mucho de las aspiraciones de una editorial como Ediciones del Subsuelo que, en 2014, acometió el inicio de este esfuerzo descomunal que significa verter la verborrea disolvente y deconstructiva del autor austriaco al español, tarea que ha terminado sobresalientemente en 2019.

Carlos Fortea, el titán que ha afrontado la traducción de la compleja Trilogía alpina.

Al escritorio se nos presenta con un curioso subtítulo: Leyendas alpinas/Cuadros de viaje/Actos de venganza. ¿Hay de todo esto en el texto? Lo mejor sería preguntarse: ¿Hay algo de todo esto, por mínimo que sea, o estamos ante la primera de las imposturas, uno más entre los muchos engaños de un autor que no duda en burlarse y tomarle el pelo de manera continuada al lector?

¿Existe un lector de Kofler, o somos escuchadores de un discurso maniático, enloquecido, tremendamente divertido, casi como el recitativo de un borracho de lengua estropajosa o el mantra repetido por un perturbado mucho más sano que todos los que le rodean en el manicomio?

Y empieza el libro: un excursionista y un guía, juntos, el motivo que no nos abandonará en toda la trilogía. Y comienzan los símiles: el excursionista es el lector y el guía el autor, o la voz del narrador, el propio narrador/autor, en un cruce de multipersonalidades algo terroríficas; porque ese guía narrador, o autor, si lo desea, puede sumir en el abismo del despeñadero a su lector.

Y Kofler, como nuestro guía, muchas veces estará tentado de darnos un buen empujón y mandarnos ladera abajo. Y no digo que no lo haga, pero siempre sabe tendernos una mano y devolvernos a nuestro lugar: de pie, pasmados en mitad de la nieve de su literatura, helados de sorpresa por lo que nos cuenta y con las orejas enrojecidas, no de frío, sino calientes, producto de escuchar su discurso nutritivo y de alto octanaje como un buen grog invernal.

Kofler es un perro de San Bernardo literario que acude con su barrilito repleto de una escritura especiada y aromática, también fuerte, como el coñac alpino, y que nos reanima de tantas historias blandas, libros previsibles y páginas conformistas.

Mucho más allá de sus invectivas, de sus veladas alusiones (o no tan veladas) a políticos y escritores de su época, siempre nos llega la originalidad de una puesta en escena alpina (en la zona del Klammerkopf) que realmente es todo un tratado de estética y de cómo Kofler entiende la forma de hacer literatura. Por ejemplo, nos dice:

“¡Ah, esos idiotas de las tierras bajas, para los que todo se funda en un panorama, un panorama espléndido, incomparable, esos que donde con mayor seguridad se mueven es en una ruta panorámica o en un camino panorámico! Cómo los odio, a esos tipos vestidos con traje de senderista que todo lo apestan y que molestan a animales y aves con sus nauseabundas historias familiares, sus relatos del tío Erich y la tía Poldi, que se cuentan a voces precisamente en medio del bosque”.

Así que hay unos escritores y lectores que gustan del camino trillado y sencillo, de la visión panorámica y de las historias aburridas y ya conocidas. Kofler está muy alejado de todo esto y, por encima de su lenguaje que despelleja, de sus diatribas, permanece una idea cuajada de lo metaliterario, de que la función de la literatura se encuentra en la cresta de las cumbres, sustentada en su principal voracidad: el discurso.

La zona del Klammerkopf, ominipresente en la Trilogía alpina.

Por eso el libro se titula Al escritorio, porque la voz de uno de los personajes mete de continuo las narices en el escritorio del autor para ver lo que está escribiendo, la forma en que altera lo contado una y otra vez, cómo las historias cambian de personajes, de escenario, de lugares, hasta no parecerse en nada a la historia original que se nos pretendía contar.

Portada de la edición inglesa de Al escritorio.

Y el lector asiste, primero, pasmado, después algo desconcertado, y al final emborrachado ante el efectista collage narrativo de Kofler. Que la literatura te provoque esa sensación, te ubique en un lugar en donde no sabes si estás agotado, eufórico o completamente ido, es algo al alcance de muy pocos autores.

Además, el enconado esfuerzo narrativo es una forma de respuesta ante el enigma de ese día a día que significa una profunda derrota y que se repite una y otra vez, ese que los escritores (sí, me incluyo) no conseguimos descifrar, que nos desborda, nos abruma; Kofler se pregunta por las motivaciones del hombre de a pie ante el monumental esfuerzo que debe realizar para afrontar un solo instante de un solo día:

De dónde saca las fuerzas la gente, pienso a veces, de pie junto a la ventana o moviéndome como un pez en el agua, perplejo, pienso: ¿De dónde saca las fuerzas la gente para seguir viviendo, cómo consiguen ir al trabajo todas las mañanas, de dónde sacan esa seguridad para dar un paso detrás de otro, de dónde la seguridad en sí mismos para poner un pie después del otro? ¿O es que para eso no hace falta fuerza, no es fuerza sino, en última instancia, debilidad? ¿Es incluso una fuerza general, supraordenada, enigmática, la que todos los días, sin que puedan mencionar un motivo atractivo para hacerlo, saca a las gentes de sus casas, o mejor dicho las absorbe, como una especie de torbellino? Podría ser. Por otra parte, para muchos se trata tan sólo de unos pasos, y viajar en el propio automóvil al trabajo ajeno compensa mucho; para mí todo eso es ajeno e incomprensible…”.

En esto, opina muy parecido a Thomas Bernhard en su novela Trastorno (Alfaguara), para quien el Armagedón personal, la gran amargura,

el desastre empieza cuando uno se levanta de la cama”.

Justo cuando uno afronta el principio de un nuevo día. Por eso, Kofler tiene muy claro lo que significa la literatura a la hora de deambular afrontando esas ofensas cotidianas:

Escribir es hacer senderismo dentro de la cabeza”.

Y si ese recorrido nos lleva por senderos abruptos, que pueden llegar a ser incomprensibles para el lector, el propio autor nos invita a que nos marchemos:

Si la confusión le resulta demasiado grande, nadie le impide cerrar el libro, o hacer con él lo que pretenda. Sí, ahora frunce el ceño, pero quizá también la escritura sea un acto anárquico, y no solo la lectura”.

Advertencia que realiza en el momento en que se ha puesto a narrar un viaje por Alemania de la mano de su cocina, en unos párrafos que recuerdan mucho al delicioso Günter Grass de El rodaballo (Alfaguara), por ejemplo, una dialéctica que mucho más adelante calificará como “delirio asociativo”. Tal vez sea este delirio el hilo conductor al que pueda aferrarse el lector perplejo ante el panorama nada panorámico de Al escritorio.

2. Hotel Luz de Crimen o las tinieblas de la destrucción de lo real

En la segunda entrega, Hotel Luz de Crimen, subtitulado Tres piezas en prosa, Kofler sigue siendo fiel a su estilo de destrucción de la realidad, pero esta vez en forma de tríptico.  En la primera sección, Conjeturas acerca de la Reina de la Noche, nos narra de una forma tradicional, es decir convencional, la represión nazi que sufrieron distintos intérpretes, en diferentes lugares, de la ópera mozartiana La flauta mágica.

El nazismo y la Segunda Guerra Mundial en Alemania y Austria, así como los principales personajes, los altos cargos y los asesinos que lo encarnaron, son una referencia continua para Kofler. Algo tan evidente como necesario si atendemos al drama que encierran sus palabras en Al escritorio:

Siempre que entramos en la Historia alemana vamos a parar, antes o después, a la Edad de Piedra (…) Los austriacos siempre han representado cierto papel en la Historia alemana, sin austriacos la Historia alemana seria completamente impensable”.

Y termina con la tremenda afirmación:

La única posibilidad de comprender la reciente Historia alemana serían unas vacaciones de riesgo en un campo de concentración”.

De modo que Kofler, en Al escritorio, ya indagaba en esta forma empecinada de la destrucción de la realidad que desempeñaba el Tercer Reich, algo que atrae sobremanera a un escritor que en ese volumen inicial se califica “destructor de la realidad” y que, además, ya aborda, de forma somera, el asunto de la ópera de Mozart.

Dos imágenes de Werner Kofler, autor de la Trilogía alpina:

La deconstrucción de la realidad es una de las máximas de cualquier régimen totalitario, y también ese proceso se realiza mediante el lenguaje, de ahí el interés de Kofler en ello. Términos utilizados en el Tercer Reich como reasentamiento, o la expresión terriblemente cargada de significado, solución final, funcionaban como sinónimos de ejecución y genocidio; de esa forma, la inocencia de las palabras se tiznó de una carga de culpabilidad. Suplantaron, con un significado completamente inofensivo como transporte, a una realidad espantosa, término que acabó siendo utilizado en documentos oficiales y conversaciones en Cancillerías para designar asesinato y limpieza étnica.

Por todo esto, es tan importante para Kofler arrancar el segundo volumen de su trilogía con un primer acto demoledor, pero escrito de una forma clara, terrible, para que la deconstrucción de la realidad nazi no pueda confundirnos. Es un texto, una narración breve, espeluznante, con una movilidad y una agilidad pasmosa, saltando de Praga a Breslau, de Breslau a Salzburgo, de Salzburgo a Aquisgrán, pasando por Regensburg, y regresando a Neumarktl, lugar en donde está ubicado el campo de concentración al que van a parar algunos de estos intérpretes mozartianos caídos en desgracia.

Una vez que ha demostrado que es un grandísimo escritor con un relato ejemplar, Kofler ya puede destrozar la realidad con su caos metaliterario. La parte segunda, Hotel Luz de Crimen, es una (de) construcción de un crimen llevada a cabo mediante el monólogo del asesino, al parecer realizado desde un manicomio. La reconstrucción del crimen mediante el discurso adopta matices poliédricos, hasta alcanzar un auto interrogatorio delirante.

En el tercer segmento, Autoobservacion encubierta, se alcanza la cumbre del libro: el autor se auto espía, se contempla escribiendo desde la ventana de un hotel, hasta que el propio autor y el observado convergen y se funden en una sola persona; es un homenaje a Alfred Hitchcock, ciertamente, y a su película La ventana indiscreta, pero también parodia en cierto tono burlesco el criminal y agobiante espionaje llevado a cabo en la antigua RDA, en donde todos eran delatores, chivatos y soplones; esa RDA que mucho después se nos mostrará en otro filme, La vida de los otros. Un Kofler desconcertantemente delicioso.

Porque una vez desclasificados los archivos de la RDA se concluyó que había un informante por cada 180 ciudadanos, mientras en la URSS ese porcentaje era de uno por cada 600. Los informes de la Stasi ocupaban 180 kilómetros de estantes, con unos 40 millones de fichas personales en sus cajas. 91.000 espías y 180.000 informantes alimentaban a este monstruo que las mandíbulas de la prosa irónica y exacerbada de Kofler trituran sin piedad en este relato.

3. El pastor en la roca o cualquier otro chiste (sin pastores ni rocas)

Con el pastor en la roca, subtitulada como Pieza en prosa, se completa la Trilogía alpina. Esta última entrega es, sin duda, la más exigente con el lector. Kofler retoma la temática inicial desarrollada en el primer volumen y su narrativa anárquica y desestructurada gira en torno al despeñamiento de un alpinista que se detuvo para escuchar un chiste narrado por su compañero de escalada.

Esto es, evidentemente, una gran metáfora —todo el libro y toda la trilogía son simbólicos— sobre los peligros abismales de la creación literaria y del discurso narrativo, pero no solo eso, claro. El libro se divide en dos partes, y la segunda transcurre en un manicomio, trabándose con la mejor tradición de la ficción austriaca sobre narraciones y enfermedades mentales que nos encontramos en autores como Thomas Bernhard o Josef Winkler.

Bernhard y Winkler, dos autores austriacos con los que Kofler entabla dialogo:

En la primera sección del libro, Montaña Muerte Chiste, ya el título nos remite a un elemento fundamental en el trabajo narrativo de Kofler: la oralidad. Porque Kofler es un contador, un hablador, un chamarilero de las historias al mejor estilo del checo Bohumil Hrabal, que también hizo de sus discursos deslavazados obras de gran literatura.

Bohumil Hrabal, uno de los grandes Tourettes de la literatura, que se basó en la oralidad de sus historias.

Por eso, nos da igual si fue el chiste del pastor en la roca o cualquier otro chiste (¿hay algo más oral que contar un chiste?), si se despeñó un hombre o una mujer —porque con el transcurso del libro esa figura se transforma—, si el discurso al que asistimos se formula en una sala de interrogatorios —de hecho es un interrogatorio, o eso parece a veces— o  parte de un discurso terapéutico en el pabellón del psiquiátrico de Samonig —En el manicomio de Samonig es el título de la sección segunda— mientras, por cierto, se presencia en la televisión un delirante partido de hockey sobre hielo en el que nunca llegaremos a saber que equipos se enfrentan y si es una cinta de vídeo o una emisión en directo…

Tumba de Werner Kofler en el Zenralfreidhof de Viena.

Todo eso, que aparece mezclado y debidamente condimentado por la fuerza de la prosa de Kofler, deja de importar ante la capacidad hipnótica del autor a la hora de aturdirnos, de hechizarnos, con su discurso. ¿Acaso el asunto se trata de un lingüista que despeñó a su mujer, una tanatóloga? Esto tiene sentido, porque la palabra, unida a la muerte, han resultado cruciales a la hora de componer toda la Trilogía alpina.

Aquí os dejo un vídeo en el que aparece Kofler leyendo una parte de una de sus novelas:

Kofler parece, así, definirse a sí mismo cerca del final de El pastor en la roca:

Al borde de la montaña, abajo, en un hospicio; un manicomio privado, Samonig es, creo, su nombre, hay un lingüista que se ha vuelto loco, un hombre peligroso —no solo sufre de una sólida manía persecutoria, sino también de otra manía, flujo de pensamientos—…”.

Y de entre ese flujo de pensamientos, tal y como Kofler afirma en la tercera sección de Hotel Luz de Crimen, surge aquello que convierte a una historia en narrativa literaria:

La literatura siempre tiene que ver con las sorpresas, vive de lo asombroso, de lo intercalado”.

Al final, Kofler, o sus narradores/guías alpinos, nos dejaran caer una y otra vez en el abismo de sus párrafos, por los barrancos de sus discursos erizados, por momentos desquiciados, para quebrarnos todos los huesos lectores contra los canchales.

Masoquistas como somos, disfrutamos con el dolor y el asombro que nos provoca este tipo de narrativa: la narrativa de un genio que conversa con Franz Kafka y Thomas Bernhard, con Bohumil Hrabal y con el gran paseante alpino, Robert Walser, juntos en un refugio de montaña; con las cervezas cubiertas por la espuma de sus palabras, borrachos de literatura y sin ninguna posibilidad de que los abrazos terminen en puñetazos. Eso es lo memorable.

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