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Hace unos días pude leer El fantasma de la verdad, una novela de Toni Montesinos, editada por El desvelo. Tal vez sea Toni Montesinos uno de los autores más prolíficos de este 2018, o al menos de su último tramo, dado que he recibido en poco tiempo tres publicaciones suyas: dos ensayos bien interesantes —uno sobre poesía española y otro sobre el Gulag y el nazismo, y que espero poder reseñarlos en Achtung! pronto— y la novela que nos ocupa. Montesinos ha realizado en El fantasma de la verdad un ejercicio metaliterario muy interesante, ha rizado el rizo en algunos aspectos a la hora de reflexionar sobre la literatura y el hecho literario de la propia creación, resolviendo un texto a ratos inquietante, a veces agobiante, y siempre incómodo por el mensaje que nos traslada a quienes nos dedicamos a escribir. Por todo ello, merece hoy mi atención en este Odradek de los viernes.

Ahora podría escribir una reseña de esas que tanto abundan por ahí (especialmente en las redes sociales) en la que me entrego a narrar pormenorizadamente el argumento del libro y lo que les sucede a los personajes, pero ese no es mi estilo; bien lo saben aquellos que me siguen. Bastará decir que El fantasma de la verdad no va de lo que parece a primera vista.

Toni Montesinos ha creado una novela con una corriente subterránea que resulta la verdadera historia del libro. Por arriba flota lo lineal: basta y sobra decir que a un escritor en crisis se le presenta en casa un personaje de una novela suya que nunca ha conseguido publicar, para ayudarlo a solucionar la crisis en la que ha entrado su matrimonio.

Un momento, me estaréis diciendo muchos. Primero, ¿qué es eso de que la novela no trata de lo que trata? Y en segundo lugar… ¿Un personaje que visita a su autor? Y a la memoria acuden, de inmediato, Unamuno, su personaje protagonista de Niebla, Augusto Pérez que acude ante su creador para suplicarle que no lo mate de una indigestión…, y la nivola, y claro, aquellos pirandellianos seis personajes que también buscaban autor.

En efecto, la historia lineal, aparente y sencilla en su complejidad, que Toni Montesinos nos quiere presentar, en absoluto es la verdadera historia de la novela: todo está escrito en una clave simbólica y metaliteraria que le permite, a un tipo de lector, quedarse con lo que puedo denominar la anécdota narrativa: esa Hildur mujer y personaje creada por el novelista, que aparece para salvar su vida a la deriva; sin embargo, realizando una cala bien profunda y vertical nos sumergirnos en el río subterráneo y helado que pone de relieve lo que significa la literatura, escribir, ser narrador, autor, creador, y que relación se establece con ese mundo de mentiras y personajes falsos.

Aunque en la novela Hildur se nos presenta como un personaje de una novela que el protagonista nunca pudo publicar, Montesinos lleva sus guiños mas lejos. En efecto: publicó una novela con ese título, Hildur, en la editorial Piel de zapa.

Así que bañémonos en esa corriente profunda y que se nos hiele el espinazo al reconocernos como autores en el espejo de la desesperación del protagonista de El fantasma de la verdad. Toni Montesinos ha escrito dos novelas en una: aquella que es para lectores y aquella que es para escritores. Las dos son buenas y funcionan perfectamente, pero la segunda versión, por motivos obvios (y también ciertamente demoledores) puede que nos resulte más interesante, no solo a los escritores, sino también a aquellos que gustan de saborear los resortes y las claves ocultas de la buena literatura.

Y para el que no quiera muchas complejidades ni romperse en exceso el magín, siempre le quedará la primera novela, una narración solvente, intrigante y bien armada con retazos de thriller emocional, sujeta por una estructura fundamentalmente dialogada, a veces casi teatral, tremendamente entretenida y cuyas breves 118 páginas se leen en un suspiro.

Entonces, ¿de qué nos quiere hablar Toni Montesinos en su texto? ¿De qué trata realmente? Como en Unamuno, Pirandello, o en La gaviota de Chéjov, se aborda el misterio de la creación, de la relación enfermiza que el escritor sostiene contra viento y marea con la literatura. Y si el autor no es un advenedizo, un epígono o una marca personal, si en realidad es un escritor, sabe que esa relación es destructiva; diríase que demoniaca y casi mortal.

Es así: escribir es el arte del fracaso, como diría Cansinos Assens, un divino fracaso, pero fracaso al fin y al cabo. Lo que busca el autor es una especie de redención a través de sus palabras, de su escritura, pero esa resurrección jamás se produce. Cada novela firmada es un nuevo fiasco porque es el resultado de un sacrificio desmesurado: a menudo el escritor renuncia a demasiadas cosas para poder realizar su vocación.

Tristes renuncias para una vocación que se traduce en una serie de páginas a menudo no publicadas, la mayoría de las veces acolchadas en el fondo de un cajón. ¿Y para eso se ha cerrado a la vida, a las amistades, a relacionarse, incluso al amor, a una estabilidad monetaria? Escribir es un gran acto de renuncia que consume y destruye tu mundo. De eso trata El fantasma de la verdad.

Poner este tipo de reflexiones en una novela no es algo que resulte sencillo. Montesinos lo entierra bajo un argumento chocante, que poco a poco va mostrando pedacitos de su tesis sobre aquello en lo que consiste en ser escritor, tal y como afirma su protagonista:

Escribo porque tengo que decirme muchas cosas que no comprendo. Escribo porque no sirvo, o no quiero servir, para lo que hacen los demás, para el resto de trabajos. Escribo porque, estando solo, luego puedo dar hojas escritas para compartir con los demás y así dejar de estar solo por dentro”.

Pese a esta declaración, añade más adelante:

Te aseguro que hay momentos en que escribir no ayuda, incluso te daña más, te hace poner en palabras, en frases coherentes lo que es un hecho abstracto. Es darse más cuenta del problema y sufrir más”.

Sin duda, esta es una de las condenas de ser escritor. Y la más terrible a la que se enfrenta el protagonista de la novela. Es como si la escritura fuera:

la muerte del tiempo, una forma de desperdiciar la vida volcado en una historia que solo le había importado a unos cuantos lectores amigos y bienintencionados”.

De esta forma se comprende que nos encontremos con esta declaración perturbadora:

Toda literatura era ya una amenaza (…) Toda mi dedicación al lenguaje era la entrada a la perdición. Todo libro, pues, era una agresión, un conjunto de engaños, un camino para apartarte de lo verdadero”.

Así que un personaje visita a su creador, o eso parece, lo que de inmediato, como ya dije, nos recordaría a Unamuno. Pero Montesinos se ha reservado un giro definitivo. El personaje visita a su autor, cierto, pero desde ese instante el autor será escrito por su personaje. Y esa es la clave más importante de esta meta reflexión compleja y algo demencial (por lo obsesivo y autodestructivo) que se contiene en la obra.

El personaje da un paso adelante y penetra en el mundo del autor, mientras el autor da un paso atrás y se ficcionaliza, ocupa el lugar de sus personajes. De esa forma, se confirma el desastre, la perdición absoluta y la imposibilidad de redención que podría llegar por parte de la literatura. Si alguna vez el escritor había contemplado la escritura como un vehículo de salvación, estaba equivocado. La literatura es un súcubo, como su personaje Hildur, que te devora por dentro hasta reducirte a cenizas. Y no eres, o no somos, un Ave Fénix, para reaparecer con ánimos renovados desde el interior del círculo del fuego; simplemente, los escritores no sabemos más que de finales, y muy poco o nada de comienzos.

El diálogo que Montesinos entabla con la literatura tiene un amigo, un referente emboscado en esa brecha en la frente que se ha producido por un golpe a oscuras contra el marco de una puerta. He aquí Juan Dahlmann, nuestro querido Dahlmann, personaje borgiano, adorado por el gremio de escritores a causa de su fracaso, de su muerte en vida tras golpearse la cabeza y hacerse una herida con un ventanuco. Dahlmann, ya muerto en su camilla, buscará, en todo un intento onírico de redención, el Sur, para encontrar allá una muerte digna como la de sus ancestros.

Como Dahlmann, el protagonista de El fantasma de la verdad, desde el mismo instante en que se abre la cabeza contra el marco de la puerta, iniciará una huida aferrado a su personaje nórdico, una femme fatale literaria que será su perdición, como los son todas las femmes fatales y como lo es ese indigno Sur para Dahlmann, el de la cabeza abierta.

La sangre de la herida de la frente del protagonista se abre y brota de forma recurrente en la novela. Este símbolo se imbrica con los vendavales y las tardes grises que también aparecen con asiduidad. Esa sangre es una marca como la de Caín, aquella con la que fue ungido para que ningún hombre lo tocase, pero para que también supieran de la infamia de su crimen, de que estaba maldito.

La marca sangrienta en la frente del protagonista lo empareja al muerto en vida que es Dahlmann, lo acusa de un terrible crimen —jugar a ser Dios creando y matando a sus personajes a su antojo— y lo señala con la maldición del escritor: es un contador de mentiras.

El proceso de ficcionalización del protagonista ha comenzado con esa herida en la cabeza y prosigue con la falacia patética que se produce al asociarse sus estados de ánimo con el clima que se percibe por la ventana. Esos vendavales y cielos plomizos son los estados interiores del personaje, porque el autor ya es un mero personaje que está siendo escrito por Hildur, asentada en el mundo de los vivos.

Dos de las últimas obras de Toni Montesinos, que esperamos poder reseñar pronto:

Los vientos virulentos y los estigmas en la cabeza también entroncan con la Divina Comedia dantiana, con la escena de Paolo y Francesca o con el instante en que Dante es marcado por un Ángel en la frente siete veces con la letra P —la letra de pecado— y que debe ir borrando a medida que se interna en el Purgatorio. Quizás, el protagonista de la novela de Montesinos esté atravesando por un purgatorio con su Hildur a modo de Virgilio particular, pero con la variante desgraciada de que, en lugar de alcanzar el Paraíso, acabarán en el Infierno.

Toni Montesinos nos lo ha dejado muy claro: el escritor está estigmatizado, ya sea como Caín o como Dante, con la herida de Dahlmann en la frente, esa llaga que lo convierte en un derrotado por la propia literatura y, que por mucho que lo intente, jamás podrá limpiar esas señales.

Toni Montesinos, autor de El fantasma de la verdad.

No caigamos en una lectura pesimista de todo esto, ni tan siquiera teniendo en cuenta el apocalíptico final de la novela (no, no pienso desvelarlo). Todo lo que he comentado anteriormente se apoya en el concepto de Cansinos Assens al que me referí: el divino fracaso.

Así es: escribir es fracasar, cierto, pero en eso radica el mayor, el enorme amor por la literatura. Un amor que tiene Toni Montesinos y quién esto os escribe. Un amor forjado por renuncias y tristezas, miniaturas de alegrías y una sola verdad absoluta que se enarbola como un pendón luminoso sobre el campo de quienes hacemos del contar mentiras nuestra vida completa: no sabemos hacer otra cosa; somos escritores y únicamente valemos para eso. Y amamos lo que hacemos.

Aquí os dejo un enlace a una crítica que hicimos de un magnífico ensayo sobre escritores que publicó Toni Montesinos con Ediciones del Subsuelo:

https://achtungmag.com/escribir-leer-vivir-toni-montesinos-cartografo-literario-los-cerezos-flor/

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