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Por A.C | Ilustración Daniel M. Vega

El viernes me desperté con ganas. Entre que no tenía clase y que Marta trabaja desde casa, no me lo pensé. Fui directo a su casa sin duchar, un par de condones en el pantalón y un caramelo de menta dando vueltas en mi boca. La encontré como siempre: boca arriba, respirando fuerte, las piernas entreabiertas.A Marta le gusta dormir en bragas y con una camiseta larga, pero esta vez se había desprendido de la camiseta en algún momento de la noche porque estaba allí tirada al pie de la cama. La cogí, busqué su olor en ella y lo que me encontré fue un inequívoco rastro a perfume de hombre. Me empalmé. “Que guarrilla eres”, dije en voz baja. Y me di cuenta de que mi deseo había cambiado. Sé que Marta se acuesta con otros, pero la Marta que yo busco al despertar tiene una cierta pureza. Efímera, maculada incluso, pero capaz de recordarme a la chica que conocí en aquella primera sesión de “Las vidas posibles de Mr. Nobody”: inexperimentada, muy ingenua, todavía con el cascarón a medio romper. Esta Marta recién follada, que habría dicho adiós a uno de sus maduritos babosos en bragas en el umbral, tal vez dando su número de teléfono para una próxima vez, no era lo que esperaba encontrar. Y me largué.

Vivir en el centro tiene sus ventajas, en diez minutos me planté en Atocha. De camino bajo esa luz de la mañana, callejeando por Lavapiés y Antón Martín hasta desembocar en la plaza del Reina Sofía, mis pensamientos volaron del eterno resquicio de culpa, de adicción no asumida, de daño autoinfligido, a la exploración voraz de un pecho, un cuello tenso, una boca que responde a besos fuera de lugar. Me pasa siempre, atravieso esa cuerda floja haciendo equilibrios para no llorar o gritar o tan solo volverme atrás y regresar a mi zona de confort: el calor de Marta, desayunar juntos con Anita O’Day, ir a la uni y parecer uno más.

Hay unos códigos precisos en los baños de la estación. No están escritos, se adquieren por mimetismo. En los urinarios, mientras haces lo tuyo o lo simulas, observas al principio de reojo y luego ya sin miramientos. Enseguida distingues a los habituales de esas prácticas o a quienes quizá acuden por primera vez. A mí me gustan estos últimos, y el viernes había dos. Estaban a mi derecha, uno al lado del otro. Se enseñaban la polla, se calentaban, pero no se atrevían a más. Les empecé a mirar, entré en su juego. Me molaban mucho. Eran de mi edad o algo más jóvenes, cosa rara en mí, pero en ese momento la idea de montármelo con los dos me pudo. El que estaba más lejos era un rubio delgadito, no tendría ni veinte años. Imberbe, terriblemente suave. El moreno era bastante alto, fuerte, con una polla bien gruesa que agarré cuando vi que no había nadie más a nuestro alrededor. Vi una cabina abierta y me lo llevé de la mano sin darle tiempo a cerrarse del todo la bragueta. Esperamos cerca de un minuto, me echaba su respiración a la cara, le empecé a pajear. Cuando ya iba a echar el pestillo, el rubio se deslizó dentro. Le quité la camiseta y le mordí por todo. Se empezaron a besar, yo me senté en la taza y le bajé los pantalones también a él. Si el moreno estaba bien dotado, lo del rubio ya era para volverse loco. Y ahí los tenía frente a mí, y mi boca iba de la polla de uno a la del otro sin dejarde masturbarles. No paré ni ellos me hicieron parar. Con escasos segundos de diferencia se corrieron en mi cara mientras se besaban y acariciaban como dos enamorados. Era bello y tristísimo a la vez, y esa sensación todavía fue más intensa cuando el rubio salió de la cabina sin intercambiar palabra y el moreno, agachándose de cuclillas, se encargó de que no me fuera de vacío. “No te quedes aquí”, pensé, “no tengo nada que ofrecerte”. Cuando me corríse incorporó a toda prisa, se limpió lo justo con un kleenex que llevaba en el bolsillo y se largó. Y allí, semidesnudo, mis glúteos en contacto con aquella fría tapa de váter salpicada de quemaduras de cigarrillo y restos de otros encuentros masculinos de la noche, me llevé las manos al rostro y entoncespercibí en ellasun olor que tenía algo de familiar. Era el perfume de la camiseta de Marta.Me pregunté a cuál de los dos pertenecía, extrañamente me importaba. No hallé respuesta, todavía no la tengo, solo sé que viaje por el  mundo de ese aroma hasta que se desvaneció en la peste humana de los baños de Atocha.

} continuará

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