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#Cine en Achtung! | Por Débora García

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Cuando los drugos perturbaban los dominios de su graciosa majestad

En una entrevista digital del diario El País, el crítico cinematográfico Carlos Boyero dedicó las siguientes palabras a La Naranja Mecánica: «No me gusta por efectista, por pretenciosa, por fea, por intelectual, por revolucionaria, por estar tan autoconvencida de su arte, porque le fascina a tanta gente que a mí no me gusta nada». Nunca un comentario negativo había sido tan adecuado para ilustrar la magnificencia de una obra, que cuatro décadas después de su creación aún conserva intacta la capacidad de sorprender y remorder conciencias.

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En 1971, Stanley Kubrick ya era un director con bastante rodaje a sus espaldas, curtido en géneros tan dispares como el cine bélico, de Senderos de Gloria y Fear and Desire, el histórico de Espartaco, hasta la ciencia ficción con 2001, Odisea en el espacio o ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Aunque la mayoría de sus películas siempre habían ido acompañadas de cierta polémica, bien fuera con el gobierno francés con Senderos o por los contenidos pedófilos de Lolita, Stanley Kubrick no había dado total rienda suelta a su lado más provocador y gamberro, cosa que veríamos en los años posteriores. Para ello decidió abandonar la comodidad de los estudios norteamericanos y trasladarse a Inglaterra, donde trabajaría en el guión de una novela que había causado revuelo en la isla unos años antes.

El director neoyorkino nos presenta una Gran Bretaña ambientada en un futuro de difícil emplazamiento, donde el costrumbrismo más «british» se entremezcla con una sociedad bajo un Estado represivo y en aparente decadencia en el que, paradójicamente, los delincuentes juveniles campan a sus anchas. Entre las hordas de pandilleros se encuentra nuestro protagonista, quizás uno de los antihéroes más logrados de la historia del cine, Alex DeLarge, magistralmente interpretado por Malcolm McDowell. Claro está, que la elección de McDowell (un desconocido fuera de Inglaterra) fue obra y gracia del propio Kubrick que supo ver en el joven un talento innato para conducir al público de la más absoluta repulsión hasta una inmensa ternura con un solo pestañeo de sus grandes ojos azules.

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La naranja mecánica, ante todo, es una gran adaptación de la no menos brillante «The clockwork orange» del escocés Anthony Burgess. La novela de Burgess, publicada en 1962, estaba inspirada en un incidente vivido por el propio escritor durante la Segunda Guerra Mundial, en la que cuatro marines norteamericanos lo atacaron y violaron a su mujer. Pese a los ánimos de revancha que se podría haber tomado Anthony Burgess respecto a este asunto, La naranja mecánica es una lúcida reflexión sobre cómo los sistemas represivos influyen en la corrupción de las personas y hasta qué punto es legítimo que la sociedad, o sus representantes, destruyan al individuo en función del interés general. De todos es bien conocida la historia de las maldades cometidas por Alex DeLarge y su ingreso en prisión que le hará formar parte de un «programa experimental» a través del cual se pretende cambiar la conducta de los presos y condicionarlos para rechazar cualquier forma de violencia. En resumen, una suerte de “naranja mecánica” incapaz de manifestar su condición humana.

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Ante esta soberbia reflexión literaria, a la altura de obras similares como 1984, uno se pregunta qué es lo que podría haber añadido Stanley Kubrick. Pues sobre todo, una fiel reproducción del original universo creado por Burgess, en el que destaca, la jerga «nadsat» del protagonista, una mezcla del habla coloquial de los jóvenes rusos con el «cokney» inglés. De esta forma, Alex DeLarge y sus drugos nos introducen de lleno en su mundo de contrastes, donde la ultraviolencia se dosifica al ritmo de la novena sinfonía de Beethoven. Por supuesto, la cuidada estética y la experimentación formal (aceleración-ralentización de las imágenes, técnica de videoclip, cámara manual… ) son cortesía de la versión filmada, así como la plasticidad de las escenas que en innumerables ocasiones nos trasladan a obras de corte surrealista.

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Mérito de Stanley Kubrick es también el hecho de haber modificado el final de la historia, más que nada, obviando la última parte del libro. En la novela de Burgess, años después de su ingreso en prisión, Alex DeLarge se reforma y decide contemplar su pasado con una mirada crítica y sabia. En la película, ese capítulo 21 se elimina, por una conclusión mucho más abierta, que, no obstante, nos lleva a pensar que el libre albedrío del Alex DeLarge gamberro tiene preferencia en la obra kubrickiana. Huelga decir que la película fue víctima de una brutal censura, especialmente en Gran Bretaña, donde la Warner Bros llegó a retirarla de la cartelera a petición del propio Kubrick, que había recibido amenazas contra él y su familia. De hecho, la censura de la película también fue justificada por la sucesión de hechos violentos acaecidos en Inglaterra coincidiendo con el estreno de La Naranja Mecánica. Resulta casi irónico que tanto las autoridades inglesas como el director llegasen a pensar que vetando una película acabarían con la delincuencia en los dominios de su graciosa majestad. Como diría el capellán de la cárcel donde habían ingresado a Alex DeLarge: «Dios prefiere al hombre que elige hacer el mal, antes que al hombre que es obligado a hacer el bien».

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