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Por Diego E. Barros

La historia no tiene nada de particular más allá de sus propias circunstancias y matices. Es la misma que hemos escuchado, leído o visto todas las semanas en los últimos cuatro años. Una familia sin recursos económicos debe de elegir: o comer o pagar al banco. O incluso a la propia Administración llamada Empresa Municipal de Vivienda y Suelo (EMSV) como es el caso. Decía Bubbles en The Wire que «hay una línea muy fina entre el cielo y esto»; y 1.000 euros es el grosor de la línea para esta familia.

A vista de pájaro (pincha aquí para ver la foto), dos camas y el cabezal de otra. Tres personas y las piernas de una tercera. Y su mundo apilado a alrededor sobre la acera, en el número 25 de la calle de la Unanimidad del madrileño barrio de Villaverde. El hombre es un animal y por muy herido, primero son las crías. En el centro de la imagen, el abuelo de la familia arropa a su nieta que está tumbada en la cama sin sábanas, tan sólo una colcha y un edredón malva. La distancia que separa la normalidad de la miseria está en cosas tan superfluas como las sábanas. La instantánea sorprende por su tranquilidad. Yo me pongo en el lugar de esta familia y el primer sentimiento que atrapa es el de vergüenza. La que yo sentiría.

La vergüenza es como los impuestos, una cosa de pobres. También es lo primero que se pierde cuando comienzas a dormir en la calle. Nunca, por ejemplo, después de saquear un banco, estar imputado en un par de causas y sentarte en el consejo de administración de dos multinacionales. Porque para perder algo es condición ineludible haberlo tenido antes. Pasan los días y a Rajoy se le ha instalado en la cara el gesto de Michael Corleone cuando hablaba con Tom Hagen. «Hay cosas que no se podrán demostrar», le dijo a la periodista de Bloomberg cuando le preguntó por la corrupción que salpica a su partido. Y allí quedó, sin mover una pestaña, como si nunca hubiera tenido el presidente vergüenza, que están todavía los americanos tratando de buscársela.

Hay dos tipos de vergüenza y según en qué lado de la línea se encuentre uno produce efectos diferentes. Concede la invisibilidad a quien la pierde y la ceguera a quienes todavía la mantenemos. La familia de la foto la ha perdido porque de otro modo sería imposible pasar a dormir en la calle rodeado de tus pertenencias ante la mirada de los que antes eran tus vecinos. Nosotros, que mantenemos todavía nuestra vergüenza, nos agarramos a la ceguera que nos provoca. De otra forma no podríamos seguir levantándonos cada día, mirarnos al espejo e ir a trabajar. Nuestra ceguera nos permite cruzarnos con los que ya se han convertido en invisibles tras perder lo poco que les quedaba, su vergüenza.

La perturbadora belleza de la fotografía no le ha servido a Andres Kudacki para abrir ninguno de nuestros periódicos, consagrados hace tiempo a su función opiácea: sangre o fútbol, en cualquiera de sus variables. Cobra sentido así la enigmática frase de Rajoy cuando de visita en Nueva York dijo eso de que «la gente vive de lo que vive, como todos sabemos». Del presidente, hace tiempo que dijeron los cronistas que era un gran orador y nosotros le regalamos un país para acabar descubriendo que lo suyo en realidad era el dominio de la Patafísica.

En Las uvas de la ira, los representantes de las financieras propietarias de la tierra conjuraban la resistencia de los campesinos con un argumento premonitorio: «Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre… Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aun así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar». Steinbeck adelantaba en su novela lo que muchos años después le soltaría Bunk a McNulty en un capítulo de The Wire: «cuanto más grande es la mentira, más se la tragan». Y nuestras tragaderas no tienen límite.

 @diegoebarros

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